Opinión/argumento


Todavía nos pesa todo lo que nuestros antepasados más lejanos han hecho y pensado. Si se escarba en la conciencia de nuestros contemporáneos, se encontrarán muchas personas que alimentan la idea de que la historia humana se puede interrumpir sin previo aviso.

Georges Duby.

Cuando Martín Lutero pegó las 95 tesis en la puerta del Palacio de Wittenberg, y dictó tres sermones en donde se oponía a la práctica de comprar indulgencias para el alma de propios y extraños que concedía la iglesia Católica con el fin de financiar la construcción de la basílica de San Pedro, en Roma, nunca se imaginó que la búsqueda de la verdad del espíritu religioso provocaría una sangrienta guerra entre los incipientes protestantes y los acérrimos católicos. Francia fue el territorio de la más cruenta de estas manifestaciones en lo que se llamó la Matanza de San Bartolomé. La crueldad del conflicto consistió en que detrás de cada bandada religiosa, se escondía, aunque no muy profundamente, fines políticos y económicos.

Las guerras de religión que iniciaron con las buenas intenciones interpretativas de Lutero, no fueron ni el inicio ni el punto final de los conflictos. Ahora, incluso antes de principios del siglo XVI, las religiones siguen costando vidas y mostrando las expresiones de violencia más crudas de la historia. La religión, en sus múltiples aseveraciones, ha creado momento de peligrosidad por la razón en que ha buscado generar el conflicto entre las personas y las ideas.

En una visión arriesgada, veríamos que lo que está detrás es el sostenimiento y la forzosa postura de la verdad. La imposición de eso que mora más allá de nuestra vida y nuestro entendimiento. Algo, como lo veo personalmente, absurdo, barato y peligroso.

Pero no sólo la religión (es decir, esa explicación supersticiosa del mundo que vivimos) sino lo religioso (lo sagrado, lo inmaculado, la visión metafísica de la realidad meramente física) son igualmente peligrosos. A las dos cosas les tengo pavor, pero si sumamos a eso la religiosidad secular, me muero de miedo.

Esa religiosidad secular se ha adueñado de las elecciones presidenciales (vivo en México y es año de elecciones, también sigo de cerca la política de Estados Unidos en donde también son fechas de campañas. Ahora entenderán lo cercanía con el tema). Los funcionarios públicos en contienda son enaltecidos como si no pertenecieran a este mundo (no todos y ni por todos).

Me cuesta no ver a los candidatos y candidatas como aspirantes a un cargo público. Por eso no entiendo bien los colores del partido como escapularios o amuletos. Me cuesta ver los logos y los rostros de la clase política en los cristales de las casas, colgando de las paredes, pintados en los postes, como si las 95 tesis de Lutero volvieran a poblar la Europa que veía la salida de la Edad Media para decirles a los creyentes la otra verdad de dios. Me imagino de nuevo a los feligreses divididos, vestidos bajo banderas que aluden a una misma deidad pero interpretada en otros términos, maldiciendo y reduciendo al otro a los huesos, a su enemigo.

Por eso me pregunto si alguien se ha puesto a pensar en las condiciones en las que quedará México después de las elecciones, en las divisiones que hemos creado. Entre eso, asumo mi culpabilidad. La guerra de religión de los partidos vendrá después, cuando las elecciones se hayan hecho.

No lo puedo evitar, me cuesta no ser testigo de cómo el sistema político y partidista de este país (y de muchos más), que siempre ha antepuesto a las cúpulas del poder, a las élites políticas, a los partidos y a los gobernantes sobre los ciudadanos, se reproduce con tanta similitud y viste a los ciudadanos con sus colores.

Será que es mi visión de que a las clases políticas, con las reglas internas del sistema, sólo se les vota, se les demanda o se les expulsa (ojalá se reformara el sistema electoral para que esto se permitiera). En esas tres atribuciones no me cabe ninguna más, y en el contexto actual me siento perdido.

Ahora que veo el país y las redes sociales digitales, que son la geografía que habito con mayor soltura, veo a un México dividido como lo fue la Europa del siglo XVI, como fue Francia en la masacre de 1572 y los Países Bajos dividido en dos por la guerra de Ochenta años.

Si me preguntan ahora qué es lo que ha divido a México, diría que la partidocracia y un sistema electoral (con su oportunidad reivindicativa mandada al traste por la cámara legislativa con la reforma electoral) y una democracia representativa falaz que sólo beneficia a los poderosos.

Si la historia nos ha enseñado algo, siempre se repite. La primera vez como drama, dice Marx, y la segunda como comedia. Sólo que de esta comedia pocos nos estaremos riendo.

Me he propuesto no tener piedad con los despiadados. Mi falta de piedad con los asesinos, con los verdugos que actúan desde el poder se reduce a descubrirlos, dejarlos desnudos ante la historia y la sociedad y reivindicar de alguna manera a los de abajo, a los humillados y ofendidos, a los que en todas las épocas salieron a la calle a dar sus gritos de protesta y fueron masacrados, tratados como delincuentes, torturados, robados, tirados en alguna fosa común.

Osvaldo Bayer, En camino al paraíso.

No soy pejista, o miembro de alguna agrupación simpatizante de López Obrador (AMLO), nunca me he afiliado a ningún partido político u otra vertiente desprendida de alguno de ellos. Lo más cerca que estuve , fue cuando estaba en la secundaria y mi vecina, Teresa Rascón, se lanzó como candidata para una diputación por parte del PRD, y Beto y yo nos juntábamos con algunos de los hijos de los encargados de la campaña. Recuerdo que nos regalaron camisetas y nos dejaban ver el fútbol en el camión de campaña.

Hago esta aclaración porque me dolería que mañana se me acusara de provenir de un planeta que no conozco y del que nunca me ha interesado pertenecer.

El único organismo al que pertenezco es a Colectivo Vagón, una agrupación artística en Ciudad Juárez que no tiene y nunca ha tenido alguna afiliación política y que no cuenta con fondos de ninguna instancia, de gobierno o no gubernamental, para existir.

A la única a la que le debo lo que digo, cómo y por qué lo digo, es a mi integridad (si aún existe), a mi inteligencia, a mi nombre, a la gente que quiero y me quiere, a los que admiro y aprecio y busco ganarme el respeto que ellos se han ganado en mí. Y si soy lacayo de alguien o algo, es de mis ideas, que espero me representen mejor de lo que yo las puedo representar a ellas.

Si digo algo que me compromete, lo hago con toda responsabilidad de pensar que es lo mejor para el país, para la gente que habita en sus múltiples realidades y para las que lo harán en algún momento. Tal vez esté equivocado, pero eso sólo la historia nos lo dirá.

No creo en soluciones milagrosas, en que una persona o un grupo limitado van a cambiar a todo un país. Por eso tampoco soy un seguidor de las vidas intachables. Me gusta el humano que se equivoca, que se cae y se levanta, que no le da miedo exponerse por decir lo que siente y que se arriesga. No simpatizo con los personajes que son tratados con algodones o los que viven en esferas asépticas para que nada los toque. Que evaden la crítica para inventarse un mundo perfecto e intachable. Y esto lo digo por los cuatro candidatos, que es lo que me atañe hoy.

En pocas palabras, soy alguien que dice lo que piensa y que asume un posicionamiento político e ideológico crítico. Nada más.

No estoy tratando de convencer a nadie. No es mi punto y nunca lo ha sido. Si critico una línea política, un candidato o todo un partido, es porque siempre me ha dolido la indiferencia, el silencio autoproclamado, el olvido y la censura (tanto autoimpuesta como obligada).  Porque no me puedo quedar callado cuando veo el abuso, el autoritarismo y la corrupción. Y si la vemos, no importa que sea en nuestro lado, debemos denunciarla. El silencio no debe imperar jamás ante la injusticia, no importa de donde venga, no importa que trastoque en lo que creemos. Sé que es difícil, pero en algún lugar debemos de empezar para construirnos como seres críticos y propositivos.

Lo hago porque me duele Atenco, la violencia, la censura, la ignorancia y la corrupción milenarista de un partido que pensó en algún momento que el país y todo lo que había dentro de él le pertenecía. Porque me duele la violencia emprendida en una guerra cruenta y sin objetivo, fallida desde su gestación, con una mirada conservadora y autoritaria. Me duele Ciudad Juárez, los indígenas, las mujeres asesinadas, los homicidios contra jóvenes y niños. Por eso lo hago, porque este país me duele mucho y constante.

Pero peor aún, porque me dolería la violación a nuestra memoria histórica y de nuestra dignidad.

Tampoco me complace quedarme en la comodidad de la crítica y la denuncia. Valoro quienes han asumido esa responsabilidad con decencia, pero es necesario movernos un poco más. Esto me recuerda a lo que una vez escribió Jean-Paul Sartre: “lo importante no es lo que han hecho de nosotros, sino lo que nosotros hacemos con lo que han hecho de nosotros”. El hastío en algún momento se debe convertir en decisiones. A veces no siempre tendremos las mejores opciones o circunstancias para decidir lo que queremos, pero debemos decidir. Como Ortega y Gasset lo dijo, incluso en el pabellón de fusilamiento tenemos la libertad de decidir morir como un cobarde o morir como un valiente.

Por eso he decidido votar por AMLO. Porque me cansé de los sistemas obsoletos y estrategias caducas que representan los otros candidatos. Porque creo que es momento que llegue otra fuerza que nos presente una forma diferente de gobierno, aunque esta nos sea desconocida en la práctica.

No voy a enlistar sus propuestas políticas o su plan de gobierno, eso le corresponde a cada uno de nosotros conocer a profundidad y decidir qué proyecto quiere que tome las riendas del país por seis años.

Yo voy por AMLO porque me ha convencido su equipo de trabajo, las personas que lo acompañan y que gobernarían junto con él. Tal vez he caído encantado por un discurso que se muestra más honesto y humano que los otros pero que en el fondo puede ser falso. Lo admito, pero dar mi voto por él no es darle mi silencio. Creo que es susceptible a la crítica como cualquier otro. Y si ocupa un lugar privilegiado en la administración pública, más. De hecho, cuando decidió tomar las calles del DF después de las elecciones de 2006, cuestioné severamente sus acciones que, para mí, fueron precipitadas y erróneas.

Y espero que quienes han tenido la inteligencia y la sensibilidad de cuestionar y exponer al PRI y al PAN respectivamente, lo hagan también con él, con sus partidos y sus compañeros de gobierno cuando sea necesario y justo.

Ahora me he propuesto votar por la persona detrás de la figura que han retratado o inventado los medios. No voy a votar por un mesías. Eso lo tengo claro. Y no porque he decidido mi voto tengo que responder las preguntas que sólo Andrés Manuel y su equipo debe saber. No soy su vocero, ni su representante de campaña. No tengo todas las respuestas a su proyecto político, y mucho menos sé si es la solución que el país necesita (cosa que incluso en el fondo, ni siquiera él sabe con seguridad). Lo que estoy haciendo es una deducción basada enormemente en lo que no quiero.

Si el país y la coyuntura fueran los propicios para anular el voto, seguramente lo haría. Pero ahora más que alzar mi voz a través del descontento legítimo de la anulación del sufragio, quiero que el poder cambie de manos y que las elites políticas sepan que los dos diferentes gobiernos que tomaron el poder en los últimos ochenta años no respondieron a las necesidades del país.

Y si me equivoco, yo seré el primero en reconocerlo sin arrepentimientos, porque seguí a esa voz rasposa y profunda en mi interior que me decía que era momento de cambiar de rumbo, aunque no tuviera a ciencia cierta al lugar al que nos llevaría.

De niño, cuando era mi cumpleaños, antes de despertar, mi mamá ponía una vieja cinta en donde un mariachi cantaba las mañanitas. En medio de la canción había una pausa repentina, pues alguien, por error, grabó un pedazo de otra. Era bastante cómico, porque, como era todos los años, siempre sabíamos en dónde iba a salir ese pedazo, entonces aprendimos a cantar las mañanitas de esa manera tan peculiar.

Todos los años. Qué nostálgico suena cuando lo ves escrito. Porque ya no es así. Ahora los cumpleaños son como cualquier día, con sutiles diferencias ¿Qué perdemos conforme pasan los años? Aparte de todas las cosas que se repetían incesantemente: las mañanitas con la pausa repentina, las fiestas en la casa, la guerra del pastel, las piñatas de Pocahontas. Poco a poco, el pasado se va volviendo algo cada vez más remoto. Aunque habría que tener cuidado con eso, pues el pasado es una cosa tan incomprensible como fugaz.

Pero lo que estoy seguro es que algo se queda.

Lo que me ha pasado a mí, es que he llenado mi cabeza de preguntas. Creo que incluso estudié filosofía y sociología porque tenía una obsesión tan arrebatadora de preguntar y quería que algo por fin me aclarara el por qué de las cosas. Voy al súper y pregunto: ¿por qué existen, por qué las líneas, por qué el dinero, por qué su nombre, por qué sus colores, por qué la gente, por qué las manzanas? Hasta las manzanas. Tantas preguntas terminan trastocando algo de mi vida. Y, claro, también llegué a preguntarme sobre lo que era cumplir años. Hoy estoy casi seguro que es un festejo de sobrevivencia más que de gratitud. No me gusta envejecer, pero no tengo opción. Algo debo de aprender.

Admito que hubo un tiempo en el que lo cumpleaños se me hacían la cosas más pedante y egoísta. ¿A mí qué me importaba festejar que yo vivía, si lo que realmente creía importante era la vida, en general? Sigo pensando que todos deberíamos de sacrificar nuestros cumpleaños personales por un cumpleaños masivos en donde se celebrara la vida. Incluso llegué a pensar que sería un día de agosto, aunque no recuerdo exactamente cuál, y que debíamos de regalarnos plantas, muchas plantas, y así nadie olvidaría nuestro cumpleaños, porque sería el mismo día, y sembraríamos las plantas y luego seríamos tan…

Pero claro que era una estupidez. O sólo que alguien que lea esto le parezca buena idea y quiera empezar una campaña a favor del día de la vida. Si es así, yo me apunto.

A esta altura ya he cedido mucho de lo que era—creo que sigo perdiendo cosas conforme pasan los años. Pero eso es inevitable. Pascal una vez escribió que el infortunio humano proviene de su incapacidad de quedarse sentado y tranquilo en su habitación. Porque al final de qué otra cosa se puede celebrar en este mundo, si no la vida.

Mañana, cuando despierte, y me dé cuenta que simbólicamente soy más viejo, y que la etiqueta que cargo con un número a mi espalda ha aumentado, dejaré que las cosas que me invaden, lo hagan con naturalidad. Pensaré, y seguramente esto nos haría un bien a todos, que no soy mejor que antes, o peor, y que no soy más guapo, ni más inteligente, ni mejor persona, ni que poco a poco me voy convirtiendo en un viejo decrépito incapaz de socializar, o que cada vez tengo más pelo en la cara y la espalda, y que pronto también tendré en las orejas, para llegar a la conclusión que esto se trata de nacer y morir, porque mientras no tengamos claro qué nos trajo a este mundo, entonces, como dijo Facundo Cabral, esta camisa y este pantalón ya son ganancia, lo demás es ocurrencia nuestra. De lo que se trata, es que muchas cosas se quedan y otras se suben a lo largo del camino.

No sé si los perros y los pájaros lleven un registro tan exacto de sus días como lo hacemos nosotros, pero lo que sí saben es que van perdiendo cosas: la vista, la velocidad, la energía. Los lobos, por ejemplo, a cierta edad se abandonan en la estepa, solitarios, para dejarse morir. Yo crecí sabiendo que vivir era mejor, hasta cierto punto, y que crecer siempre nos prometía un buen lugar para llegar y descansar. Ahora quiero pensar que los días son infinitos, y que una mañana, ya canoso, arrugado y lleno de desgracias y alegrías, simplemente ya no habré de despertar y será un mañana como cualquier otra.

A.G.Foto.

¿Quién está pensando en escribirle una carta de despedida a Juárez? Ni siquiera estoy seguro de qué es una carta de despedida. ¿No es la escritura siempre un lugar de tránsito? Escribe Maurice Blanchot que un libro nunca está ahí, y que se forma de hojas móviles, inaprensibles. Entonces, ¿cómo nos quedamos con una última versión en esa carta que muchos estamos dispuestos a escribir? Dice Cioran que el escritor siempre escribe más de lo que tiene que escribir. ¿Cuál escritor, el que escribió lo que después tuvo que cambiar, o el que está cambiando lo que antes escribió?

Hace un par de meses, en un panel de migración, José López Ulloa, un profesor de la universidad de Juárez, concluyendo su participación sobre algunas reflexiones sobre la migración, dijo que la peor causa de movilidad era la presión social, el miedo, y que por eso él, después de recibir una llamada telefónica a su casa, cuando daba una clase ahí, en donde se le amenazaba con cortarle la cabeza sin importar que estuvieran sus estudiantes, comenzó su círculo de migrante. ¿Cuánto valor tiene esas últimas palabras de López Ulloa antes de tomar un avión a Guadalajara? Si existiera esa última despedida que nos une a un lugar, a una persona, a uno mismo. Nietzsche, ya sumido en la locura por la sífilis, firmó una última carta con el nombre de El crucificado. ¿Esto lo convierte en un profeta, un ser mesiánico que se parte entre el mundo de la divinidad y el terrenal, que es sacrificado por el bien de algo que no es necesariamente él? El viejo profesor alemán que, ya fuera de sí, bajo los cuidados de su hermana, lloró agarrado al cuello de un caballo, triste, lamentándose de ambas vidas. ¿Era el último Nietzsche el que hablaba?

¿Cómo saber si seremos los últimos en escribir cuando tengamos que decir adiós, que no volveremos, eventualmente, a corregir lo que ya no nos define?

No puedo escribir una carta de despedida a Juárez. De hecho, no puedo escribir una carta de despedida, nunca. Lo haré, pero luego, tarde o temprano, tendré que volver a ella, al concepto, y comenzar de nuevo. Pero si quiero resumirme en una palabra, sin explicaciones complicadas, diré adiós. Adiós a Juárez. Aunque ya, en este momento, me estoy arrepintiendo.

Sabiduría que hace que en un momento determinando, a partir de la iniciación de la que hemos hablado frecuentemente, se produzca una especie de iluminación y reconozcamos que las experiencias vividas nos condujeron hasta un puerto seguro. Éste es el cortocircuito del que habla aquella antigua sabiduría que le decía adiós a la fortuna al haber llegado al puerto: Inveniportum spes et fortuna valete, Michel Maffesoli.


Ale.

El comienzo del artículo sobre la liberación de los supuestos indígenas responsables de la masacre en Acteal, Chiapas, hace doce años, de 45 tzotziles, en el periódico El País, dice: “¿En México qué es una verdad? Una mentira con dos testigos.”

El caso se extendió entre dudas, pruebas ambivalentes que incluso tenía su referencia en Wikipedia (sí, en la enciclopedia que todos hacemos de manera libre), la cual fue utilizada por el juez Martín Rangel Cervantes, inocentes que luego terminaban en la lista de culpables y asesinados, culpables que morían en libertad.

Si tuviera que leer de nuevo el artículo, seguramente pensaría que la respuesta a la pregunta de ¿qué es en México una verdad? Una mentira, un sombrero colgado de una estatua, un niño corriendo por la calle, una paloma cagándose sobre alguno de nosotros. Por eso en México la justicia es sinónimo de verdad. Cincuenta hombres encarcelados sin pruebas suficientes para estarlo, y cuarenta y cinco personas asesinadas sin que nada se haya resuelto.

Mariano Luna Ruiz, sobreviviente de la masacre, identifica a los presos como los responsables de la masacre. Pero los jueces han decidido otra cosa. Incluso el presidente Felipe Calderón ha dicho, desde Colombia, que estará atento de la comunidad de Acteal, aunque, admitió, no conoce mucho del tema. ¿No es eso también la verdad de un país? Nunca se conoce suficiente. La verdad es que no existe la verdad. Tal vez Terry Eagleton se echaría a reír si escuchara que México es un país posmoderno. No lo culpo.

Esto definitivamente no es Ruanda, no es equipara en los resultados y la cantidad de homicidios, pero es que ayer ganamos en el fútbol al país más poderoso bélica y económicamente (si nada sale mal), y en algún lugar de mí todavía sigue habiendo un poco de remordimiento.

Porque, ¿qué es una verdad en México?

Ale.

Este país está hundido. Es como el hoyo del cementario después de que se ha robado una tumba. Hay gusanos y polvo. Nada más.

Hoy estaba en Recaudación de rentas para que me reestablecieran la cuota fija (que es de mil pesos, subiendo más de lo doble  a la pasada).Pero antes de esto,nos hicieron mandar una carta de pidiendo casi casi perdón por ser unos ciudadanos de cuarta (en serio, nos pidieron una carta donde teníamos que decir por qué somos un jodidos que no podemos pagar impuestos). Fue un señor a tomar nota de nuestros gastos y ganacias. Es decir, fue a comprobar que en serio somos jodidos. Nos dio un papel para hacer una cita y llegamos bien temprano. Después de una hora y media de esperar, viendo el programa Hoy, en donde desfilan los personajes más irónicos de la farandula, nos llamaron. Era una chica sin chiste. Hernández, se apellida. Tiene cara de que no ha tenido sexo en varios años.

Leyó la carta que habíamos mandado. Claro, hasta ahorita. Se fue un rato y regresó. Me preguntó si fui yo quien había hecho el trámite pasado. Dije que sí. Dijo que entonces no sabía que había dicho yo para que subiera tanto. No sé si me explico. La chica insinuaba que era yo el culpable. Le dije que dí las mismas cantidades que esta vez, y que la persona que me atendió dijo que no se podía hacer nada, era lo menos. Se volteó y volvió a la computadora. Le pregunté por qué había subido tan drásticamente. Insistió en que no sabía que había dicho yo. Yo también insistí en que había dicho lo mismo, que si algo había cambiado, era en el aumento de los gastos y la reducción de la ganancia.

Al final lo dijo. Después de mucho tiempo. Dijo que había un nuevo impuesto, y que los anteriores habían subido para este año. Ah, pensé, todo es más claro.

Se fue de nuevo y regresó. Dijo que no podía hacer nada, que lo iba a consultar con sus jefes/dioses para ver lo que se podía hacer. ¿Qué? ¿Cómo? ¿En qué momento? Después de la carta, de la humillación, del tiempo perdido, sólo viene a decirnos que no puede hacer nada. Me enojé un poco y le pregunté. ¿Y dónde veo reflejados los impuestos que pago? Repitió la pregunta en voz baja. Sí, dije, en dónde. Pues se van a la federación. Pensé que la chica estaba sorda, o sólo un poco tocada. Sí, pero dónde se ven reflejados. Yo como contribuyente dónde veo lo que pago. Bueno, dijo mientras se reía, por ejemplo, en la seguridad. Ah, dije, entonces aparte de los cinco robos que nos han hecho en el año, aquí también nos roban. Cambió la cara por una muy seria. Mi mamá se molestó que hiciera esa pregunta, por eso fuimos discutiéndo en el trayecto a la casa. Dijo que fueramos en agosto, que pagaramos y ella vería.

Eso fue todo. Regresamos.

Mi mamá seguía con los reclamos. Estoy harto de que siempre seamos nosotros los que nos tenemos que hincar, los que tenemos que pedir perdón, y que sean ellos los que no tienen que dar respuestas sobre su trabajo, y nosotros, cuando estamos en esas situación, estamos condicionados a decir la verdad,aunque ésta sea humillante.

Conocí a mi burócrata favorito. Se apellida Hernández y trabaja en Recaudación de Rentas, y es un robot, tan frío como la computadora que se ha vuelto indispensable para hacer su trabajo. Un robot ajeno a lo que pasa a esta ciudad, a este país, a este mundo. Que sólo sabe decir «sí, señor» «no, señor». Que no le gusta dar respuestas, y si las da, lo hace de mala gana, enfadada, incluso molesta.

Es cierto, tengo que ser más moderado, mucho más mesurado e inteligente. Mi mamá puede tener cierta razón en eso. Pero la vida es incertidumbre, y  no sé cuánto me quede en ella, por eso hago esto, exijo y no me quedo callado. Para que cuando muera, y llegue con el buen dios, él me diga «Diste mucha guerra allá abajo», y yo conteste «bueno, pero no más que tu hijo, ¿estás de acuerdo?»

Alejandra.

Yo voy a votar por nadie, definitivamente. Creo que hace tiempo no estaba tan seguro de algo, como en esto.  La razón—o debería decir, las razones—es muy simple: porque se puede, es decir, es una figura política real, y porque estoy cansado de que de otra forma no suceda nada por parte de la clase política que ha monopolizado el accionar del poder.

La primera razón, que más bien sería la primera parte de una única razón, tiene que ver con la visión que comparto con otras personas de que anular el voto es una acción política necesaria. No se trata solamente de abstención, que de alguna manera refleja la poca confianza en el sistema democrático, sino de expresar que ninguna de las opciones que se nos dan abiertamente nos convence.  Porque si hacemos un viaje introspectivo de la democracia, no encontraremos con lo que Slavoj Zizek llama la “libertad obligada”, la cual argumenta desde una crítica a las propuestas del riesgo y la tercer vía de los sociólogos Anthony Giddens y Ulrich Beck. Para Zizek, la propuesta de estas teorías es que la supuesta libertad que se nos otorga en la actualidad se encuentra condicionada siempre para que escojamos la respuesta correcta. Abiertamente somos libres de escoger a cualquier candidato (así como somos libres de cambiar de empleo rápidamente o de preferencia ideológica…), pero siempre que escojamos  bien. De otra forma, el accionar de nuestra elección democrática es sólo una ilusión. Sin estar completamente de acuerdo, aceptamos que las opciones que llegan sean las opciones de quienes han decidido por nosotros. De ante mano están de acuerdo que ellos son los mejores y más competentes candidatos ante nuestra libertad. Al salir a la casilla y llenar la boleta, nuestros grados de libertad son tan pocos, que sólo podemos pretender accionarla escogiendo lo que nos queda.

¿No se convierte así la no-elección en un verdadero acto de libertad al escoger la única opción no condicionada? Llevemos el término no-elección al utilizado por Michel Maffesoli de la no-acción como una propuesta verdadera de acción crítica. La no-acción consiste en no hacer lo que tenemos que hacer. No sólo no respetar las reglas que no hemos decidido jugar, sino hacer todo lo contrario ante la imposición ideológica: hacer sin hacer nada. Esta acción contestataria la encontramos de manera gráfica en Job, el personaje bíblico, quien adopta una postura estática como accionar a los problemas que le acechan. No cae en provocaciones, no duda, no cuestiona su fe. Sabe que la única acción posible es la de no hacer nada. En éste sentido, la no-elección, o la propuesta de elegir la ausencia, es un ejercicio completamente propio. La ausencia es, en pocas palabras, la única figura política verdaderamente democrática.

Elegir la ausencia no sólo debe ser llamado anular. No, creo que más bies esto es  un error semántico terrible. Anular suena como a neutralizar, envolver en una consigna fría. Mi voto no está nulo, al contrario, está parcializado, vivo, tiene una intención bastante clara. Dice muchas cosas, como, por ejemplo, que no estoy de acuerdo con lo que los partidos políticos hacen del poder y con la preocupación mediática e interna de la clase política por resolver o enaltecer sus diferencias ideológicas en vez de una verdadera preocupación por el país.

Estaba pensando, por último, enla delicada situación por la que pasa Irán en este momento. Porque nosotros, o yo, entre muchos, buscamos un voto blanco, y ellos viven un voto rojo. Es decir, sin o con lo que elegimos, los votos siempre tienen colores. Pero qué bien se siente ser uno el que se los dé.

Estación Washington, del tren lijero, en Guadalajara.

Estaba sentado en frente de la coordinación de literatura, esperando a una secretaria para que me diera un oficio (qué raro decirle oficio a un papel). Saqué la cartera y la dejé enseguida de mí. Y, claro, la olvidé. Regresé a los veinte minutos y la cartera no estaba. Nadie vio nada. Nadie supo quién fue. Me jodieron con 700 pesos y todas mis identificaciones (no podré votar estas elecciones, bien por mí). Me jodieron la licencia de manejar, la identificación, un pase doble para el teatro, una credencial de ATM de un banco en El Paso, la credencial de la biblioteca de UTEP.

Es cierto, 1/3 parte de la gente que habita en el mundo ya le caes en los huevos, te odian y sienten rabia por ti. La razón: tu nacionalidad, tu dinero, tu físico, tu religión, tu existencia. Una parte del mundo te quiere ver jodido y muerto. yo descubrí hoy a uno de los tanto que me odia sin conocerme (igual que el pendejete que hizo que me pusieran una multa, los que me han robado cosas del carro, etc. ). Y todos en algún momento nos encontraremos con ellos.

No sé si les ha pasado, pero a veces llegan a un lugar y la persona encargada les trata mal: no es cortés, hace malas caras, te minoriza, te ignora. A mí me pasa. No mucho, pero cuando menos lo espero surge el hijo de la chingada.

Y lo sé, porque ellos lo saben, porque soy más alto, porque hablo sin haiga y sin fuistes, no digo siñora, estudio, hablo inglés, hago viajes de negocios, no me importa la fama, ni las mujeres, ni el poder, ni el dinero, soy más feliz con menos y ellos no saben cómo lo hago (Zizek diría que es una envidia de mi goce que los excluye del suyo). Porque tengo más amigos, y los que tengo son más inteligentes que los de ellos. Porque leo y escribo más, porque hice un cortometraje, escribí una obra de teatro y publiqué un libro.

Pero el problema, el grave problema de todo esto, es que ellos no lo saben. No saben quién soy. Y aún así, sin saber quién, lo hacen. Ahora soy un desconocido sin credenciales, tengo que ir por la licencia de manejar y la identificación, sacar de nuevo la credencial de la escuela y del banco, esperarme a la electoral. Todo. Y sólo porque un pendejo (o pendeja, no quiero ser machista), me robó la cartera.

Lo primero que pensé cuando lo supe, fue: ojalá los soldados lo paren, y uno, el más feo y chaparro de los milicos, le dé una patada en los tanates como si fuera a tirar un penal. Con eso estoy feliz, porque ese puto ya se ganó a un enemigo: Dios (¿yo?, para nada, tengo una vida demasiado pacífica como para ponerme a odiar).

Diana.

Tal vez era una mañana fría de marzo. Una fría mañana del 6 de marzo de 1916, y Frank Scotten, alcalde de la prisión de El Paso, Texas, mandó la instrucción, junto con el director médico, para que cincuenta prisioneros fueran desinfectados en el patio central. En esa fría mañana, seguramente era temprano, los cincuenta prisioneros, la mayoría de origen mexicano, fueron desnudados y bañados con una mezcla de querosén y vinagre. La práctica ya era bastante común en el tránsito de Juárez a El Paso como medida higiénica. En la prisión también ya se había vuelto como algo inherente al ser mexicano: en un sentido racial se cargaba con una suciedad que requería de todos los elementos para ser limpiada, aunque se sabía que tarde o temprano volvería a ensuciarse. Pero es que esa fría mañana de marzo, cuando los hombres yacían desnudos en el centro del patio central, un accidente causó un incendio inmediato: los hombres bañados con la sustancia higiénica ardieron rápidamente hasta volverse ceniza.[1]

Y como el holocausto judío, este también fue amenazado indirectamente al olvido. “El Paso, como un todo, pareció ponerse de acuerdo en echar tierra al hecho como para hacerlo invisible a la memoria colectiva.”[2] Una amenaza con impactos diversos en ambas regiones de la frontera: un nacionalismo reforzado por parte de México, y una actitud victimaria y de olvido por parte de El Paso (unos días después, Francisco Villa atacaría Columbia. Suceso que luego sería utilizado por Estados Unidos para opacar el incidente en la cárcel: “En menos de dos semanas, el asunto dejó de ser el holocausto en la cárcel paseña y se convirtió en la entrada a territorio mexicano de una fuerza expedicionaria enviada por el gobierno estadounidense y que, si bien era de carácter punitativo contra Villa, no dejó de ser una invasión de una nación a otro.”)[3]

La memoria es exigente a lo que sucede, pero quien la hace hablar puede poner o quitar lo que se le antoje. Y eso, sin duda, es lo que encontramos en esto: el olvido del suceso crudo imborrable, desplazado en una memoria de corto plazo. El filósofo esloveno Slavoj Žižek dice que cuando algo es demasiado crudo, demasiado terrible, lo convertimos en ficción.[4] ¿No sucede lo mismo con el holocausto paseño, que puso en jaque no sólo la vida de los internos gracias a la explotación, sino a todo el sistema carcelario y de vigilancia? El error, o la mala intención, depende cómo se mire, tenía que ser olvidado rápidamente. González Herrera argumenta que El Paso se encontraba en el proceso de una ciudad ideal, con claros ejemplos de vigilancia y detonación económica (a pesar de localizarse en seguida de México), y una mancha de este tipo no podía traer nada bueno. Entonces, como dice Žižek, había que volverlo ficción, o, en su efecto, olvidarlo.

Similar a lo descrito por Wajcman y Primo Levi sobre la policía secreta amenazando a los judíos al olvido, ellos no lo hacían en un sentido autoproteccionista. No pretendían que el olvido imperara para salir bien librados en el futuro, pues los hornos eran máquinas, como escribe Wajcman, de odio y exterminio. “Un borramiento integral, de los cuerpos y de la memoria de los cuerpos. Fábricas para borrar los cuerpos y para tachar las almas. Máquinas de rayar lo eterno de los sujetos.”[5] Mientras en el holocausto paseño, el odio era disimulado en operaciones gubernamentales justificadas: los mexicanos son sucios porque son pobres, y por lo tanto había que limpiarlos. El discurso era diferente, pero partían de una misma base. Unos querían que se olvidara para siempre al enemigo, los otros que se recordara lo menos, o lo que más convenía.

¿Pero no son los dos finalmente una representación de lo que Wajcman llamó el “crimen perfecto”? Eso que se hace creer que nunca sucedió. No lo que se ha olvidado, sino lo que ha sucedido y nunca tuvo lugar: el crimen que nunca ocurrió, que no queda ni un rastro mínimo de memoria ante él. Tan impune que no han quedado rastros. El crimen perfecto de alguna manera no es un crimen, porque nunca tuvo lugar. ¿No sería el efecto contrario con la fotografía como escribe Barthes: una fotografía que ha tomado algo que no existe, que nunca pasó, y que el único rastro es una fotografía en blanco?

Fotografía, Diana.


[1] Carlos González Herrera, La frontera que vino del norte, Taurus, México, 2008: 234-244.

[2] Ibíd.: 243.

[3] Ibíd.: 244.

[4] Una referencia directa y clara sobre este punto, es posible encontrarlo en el video The pervert’s guide to cinema, de 2006, dirigido por Sophie Fiennes.

[5] Gérard Wajcman, El objeto del siglo, Amorrortu editores, Buenos Aires, Argentina, 2001: 220.

De un tiempo para acá, es decir, un gran tiempo para acá, la economía parece ser lo único serio en las ciencias sociales. Max Weber, autor de Economía y sociedad, cuando pensaba en la sociología, lo único que veía era economía, escribe Wolf Lepenies en Las tres culturas. Y aunque parezca que lo digo con un halo de tristeza, no es nada con lo que se avecina: es sólo una punta de lanza que se ha vuelto inherente en la gran parte de la humanidad. Si hay crisis económica, hay crisis humana. Así de indispensable se ha vuelto.

Estaba leyendo un artículo en la revista Times que de acuerdo al incremento de la propagación de crisis económica, hubo un aumento en la compra de armas en Estados Unidos. Tal vez éste breve fragmento del artículo, citando a una jovencita de 27 años que acababa de comprar un arma, aclare las cosas: «The economy played a large part in my decision,» says Baker, 27. «When people don’t have jobs, they might go breaking into people’s homes. I want to be safe in my home.»

Recuerdo las palabras de Raúl Flores Simental, que cuando la gente tiene hambre, es capaz de hacer cosas violentas. Tal vez tenía razón, aunque todavía no estoy muy consciente de qué tanta hambre puede tener esta gente en un país tan rico (encima de la mayoría del resto del mundo).

Estando en Barcelona, recuerdo que me topé con notas periodísticas impresionantes: padres de familia, normalmente de clases altas, que se suicidaban por haber perdido su trabajo, que mataban a  su esposa e hijos por lo mismo, o que entraban en depresiones por no poder mantener un estilo de vida.

De acuerdo al artículo, una de las razones para que se detonara la compra de armas se debió a la entrada del presidente Obama, quien probablemente, se pensó, regularía de manera más estricta la compra y venta de armas (de manera más estricta a la de Bush). La otra queda más que claro con el ejemplo propuesto por la revista, donde una madre justifica la compra de armas de su hijo debido a que la policía, con la explosión de la crisis económica, no podría defender a la sociedad.

Ignacio Ramonet escribió que había tres razones para explicar esta crisis: créditos vencidos, demanda alimenticia y crisis energética. La primera, porque los grandes bancos, principalmente de Estados Unidos, otorgaron créditos que no podían ser pagados por los deudores. Mientras la crisis alimenticia tiene que ver con más gente pidiendo más comida: que ya no le era suficiente media comida al día, sino una completa, incluso dos (sumando al incremento de la población, y tomando en cuenta que el año pasado, de acuerdo a informes de la ONU, había más de 900 millones  de personas sufriendo hambruna). Y, por último, el incremento de los combustibles, principalmente el petróleo, condenando a la industria de producción y distribución. Tal vez lo que Ramonet trata de decirnos es que esta es la crisis más democrática (pero, vamos, no hay nada democrático realmente, porque sólo se reacomodan las escalas sociales y económicas con los de abajo y arriba). Pero y si sí, y si realmente es el momento de una equidad a la mala, con sus consecuencias terribles.

No, mejor no.

Volvamos al artículo de Times. Esto me recuerda a lo que un conductor de radio de apellido Turner, famoso por sus ideas conspirativas, daba como recomendaciones para este año, cuando la crisis económica pegara de manera tajante, comprar un arma. Su idea era defenderse de los pobres que seguramente irían a robar pan y agua de las casas ricas. Lo que Turner no sabía cuando dijo esto, es que la gente pobre, normalmente, ya hacía esto ¿Por qué?, bueno, porque ellos ya viven diariamente en crisis. Lo que Turner tampoco sabía, es que el que probablemente entraría a robar sería el ex ejecutivo de una gran compañía inmobiliaria, y que no iría a robar pan y agua, sino una televisión de pantalla plana o un traje negro bastante caro

A mí lo único que me suena de todo esto es que la crisis económica, como se legitimó hace muchos años, cuando el lado social quedó desplazado por el económico (arreglar la estructura para que ella arregle a las personas), es el ruido detrás del silencio: la voz que se dedica a escuchar. Es verdad, qué terrible es la crisis, pero nada como pensar que perder lo que se tiene es perderlo todo.

Slavoj Žižek dice que el racismo tiene como base la envidia del goce del otro: saber que gozas cuando yo no, me hace ir a quitarte o estigmatizar tu gozo. En otro sentido: cuando todo vaya mal, seguramente tú sentirás envidia de lo que aún conservo, por eso necesito un arma. O tomar la enseñanza que las teorías de la conspiración nos han dejado: no importa que sea verdad o mentira, con el simple hecho de crear una versión alternativa es que nos encontramos en un estado paranoico.

Por eso, como decía Henry Miller: no tengo nada, y soy el hombre más feliz de mundo. Y es que estos que compran armas, con el velo de la crisis económica por encima, son como lo dicho por Facundo Cabrál: el conquistador, por cuidar su conquista, se vuelve esclavo de lo que conquistó, es decir, por joder se jodió. ¿Y no es lo mismo con esta actitud de los países ricos que han logrado su riqueza gracias a la pobreza de los demás países (eso que Marx llamó la desacomulación originaria) y que ahora creen que porque ellos están viendo la pobreza más cerca es porque sus logros a costa de ellos están en juego?

Tal vez sí, y ojalá que así fuera.

Foto, Alejandra.

Hoy tenía una plática con los alumnos de un amigo, el Dr. Howard Campbell, en una clase sobre cultura mexicana, en UTEP. Y digo tenía, porque llegué bastante tarde gracias a las casi dos horas y media que hice en el cruce de Juárez a El Paso. Lo cual me molestó mucho, pues sabía que esto era por la situación de inseguridad y violencia, y me molestó porque sabía que era una medida de seguridad fronteriza por parte de EU para frenar a los «grandes narcos» de México. Y es que cuando la gente del poder hace algo, nosotros somos los que pagamos: si se cierra la frontera, la cierran para ti y para mí. La gente de poder se ríe, mientras nosotros llegamos tarde a nuestras citas.

Entonces llegué tarde. Buscaba desperadamente estacionamiento en UTEP, porque con eso de que cobran una cantidad impresionante por estacionarte dentro, busqué por las calles aledañas, que son una zona residencial. Entonces veo un lugar y me estaciono, pero noto que la punta sobresale un poco. La verdad no mucho, la cochera era grande, y si alguien hubiera querido salir, fácilmente lo logra. En fin, me fui, corriendo porque llevaba cuarenta minutos de retraso. Cuando entré al salón, quedaba menos de la mitad del grupo, pero Campbell entendió que la lógica del puente es bastante ilógica. Leí unas cosas que luego comentamos, y ya, diez minutos y adiós, aunque Campbell me dijo que fuera el miércoles para que estuviera todo el grupo. También me pidió que lo acompañara a su otra clase donde iba haber una exposición sobre Heavy Metal.

Al terminar, ya con paso tranquilo, veo que el dueño de la casa de la cochera obstruida por mi coche, estaba afuera. Subí mis cosas al carro y se acercó. Un joven alto, bien parecido, con barba y cabello largo, con una bonita casa, una camioneta nueva, color negra. «Estás tapando mi cochera», dice en un pésimo inglés. Le contesté que lo sentía mucho, que iba tarde y nunca imaginé que no iba poder salir, que había tenido un mal día. El joven, de unos 28 ó 29 años, con su novia, o esposa, o novio, tal vez, a su espalda, sentada, le decía cosas (la verdad no sé qué). Me contestó que no le importaba, que ya había llamado a la policía y que estaban a punto de llegar. Y sí, llegó la policía, y le dije de nuevo que lo sentía, que le pedía una disculpa, y que obviamente me estaba haciendo responsable de todo, y que sólo le pedía que entendiera mi situación. Su respuesta fue, de manera fría y directa, «no me digas eso a mí, dicelo a la policía.»

El agente Álvarez se acercó y escuchó lo que pasaba. Creo que le dio un poco de pena la situación, tal vez porque sabía que la cochera no estaba siendo totalmente obstruida y que el dueño de la casa no parecía tener la más mínima intención de cambiar su postura a pesar de que el involucrado y causante de todo, o sea yo, estaba en una postura tranquila, aceptando su culpa y que además extendía constantemente una disculpa. El policía me dijo «bueno, pues, tengo que poner una multa.»

Me la dio y me fuí, y me fijé que el joven se metía a su casa, con su novia, o novio, o esposa, no sé. Me esperé un poco para saber su prisa, y no, nada, no salieron: no había prisa, sólo era el cumplir con el deber. Y sí, probablemente eso es lo que pensaba, que estaba haciendo la buena obra del día, que era un buen ciudadano, un buen patriota. Alguien que habla a la policía porque no está dispuesto a preguntar o saber nada más, porque necesita alguien que hable y juzgue por él. Felicidades por el buen ciudadano. Ahora tengo que pagar 52 dólares, y todo por ser un mal ciudadano.

Pienso qué hubiera hecho yo si estoy en la misma situación que él, y creo que lo mismo, sólo que sin hablar a la policía. Porque me ha tocado pasar situaciones en la que yo tengo el poder, y, sinceramente, no lo uso, o lo uso por el bien de los dos. No quiero enseñarle a nadie cómo ser un buen ciudadano, sólo no quiero joderlos más, es todo. Me vale si aprenden de la ley, o de las multas, o si para la otra lo pensarán dos veces, sólo quiero evitarle un problma más en un ciudad llena de tantos problemas. Que no pague por algo que se me haría ridículo, y si en verdad lo siente, perfecto, porque de la otra forma, aunque tuviera que lavarme el coche por un año de castigo, no cambia nada.

Y es que soy buena persona, en serio, y por eso aprovecho para decirlo: no seamos culos con las buenas personas, algún día los vamos a necesitar, y, de seguro, como me ha tocado a mí, te vas a setnir muy bien que un desconocido te trate como si fueran amigos de toda la vida, y que te entienda sin necesidad de alguien en medio.

Primero tuviste (o, mejor dicho, tienes) que haber sido un mal escritor. De esos en los que nadie cree.

También necesitas salir del laberinto iniciado en el siglo XI y no tener miedo a volverte loco, la locura es lo más normal, y, por supuesto, a poner el oído sobre cualquier otro órgano.

Es necesario papel, de baño, o amarillo, o periódico: el papel siempre es importante.

Debes leer. Gabriel Zaid dice que cualquiera puede escribir, pero pocos saben leer.

Escribir es un trabajo, y que nadie te diga que hay dones e inspiraciones divinas. Escribir es algo de todos los días, aprovecha los espacios en donde se puede escribir.

Piensa en el tercero ausente, no al que va dirigido lo que escribes (que ya te conoce, o sabe más o menos por dónde va lo que estás haciendo), sino a ese que no sabe de ti, que eres un anónimo con nombre. El tercero ausente nunca debe ser olvidado cuando escribas.

Aprende a escuchar los silencios, al final, escribir es eso: traducir algo que no se ha dicho dentro de una ausencia.

Nadie sabe bien qué es ser un buen escritor. Hay buenos y malo, y todos son capaces de dar consejos.

Escribir es darle vuelta al mundo, y todos deberían, como dice Homi K. Bhabha, tener ese derecho.

Rita Banerji, The letter writer.

Cuando paseo por las hojas del periódico, casi siempre teñidas de un gris que se traspasan a los dedos, me encuentro con la peor cara posible: la guerra. ¿Qué pasa en este momento en la franja de Gaza? Israel ha tomado la decisión más peligrosa (se dice que al iniciar una guerra, no se puede dar marcha atrás: hay que acabarla siempre). Pero no sólo la más peligrosa, la menos consciente. ¿Será verdad? El todavía presidente de Estados Unidos, Goeorge W. Bush, dijo que de cierta manera apoyaba la actitud de Israel, pues sólo se defiende de los ataques de Hamas. La actitud emparentada a la de un presidente que pensó, erróneamente, que la guerra es la política bajo otros medios. Lo que Tzvetan Todorov contestó en su libro El nuevo desorden mundial: “la guerra es definitivamente el fracaso de la política”. ¿Es la guerra iniciada estos días por Israel y Hamas el fin de la política? Recordemos que el italiano Giovanni Sartori hace un par de años afirmó la muerte de la ciencia política, y otros tantos, los de la“tercer ola” el fin de la ideología. O lo que Fredric Jameson llamó “el momento utópico” de la no-ideología. El sentido parecía que había que acabar con lo único que podía organizar al humano en su foro público.

Con el triunfo simbólico del capitalismo global con la caída del régimen socialistas representado por la Unión Soviética, muchos pensaron que entraríamos en un momento definitorio. Incluso algunos, como Francis Fukuyama, anunciron el fin de la historia. El mundo no se podía mover más, y si lo hacía, siempre sería a favor de un sistema económico triunfador y democrático. Para algunos otros, este velo se cayó con el once de septiembre de 2001, al atacar las torres gemelas del World Trade Center.  El momento cúspide para acabar con el capitalismo. Para algunos, como Slavoj Zizek,  fue una ilusión televisiva, el punto de palanca en donde se apoyaba el sistema que buscaba ser legitimado.

Pero, vamos, el punto es: hace mucho se pensó que ya todo se detendría. Y, ¿si así fuera realmente? ¿Si la guerra entre Israel y Hamas, un Estado inventado a mediados de los cuarentas, con el fin de la  Segunda Guerra Mundial, con otro que no tiene un representación territorial real, fuera el nuevo modo de guerra? Los fantasmas de una batalla. Con rivales que se desconocen, que alarmantemente, desde la televisión o el periódico, vemos que se bombardea sin tener en claro qué, quién o dónde.

¿No podría ser la guerra en la franja de Gaza el prototipo de la Tercer Guerra Mundial como un gran guerra civil? No entre países, sino entre formas de vida. ¿Y si los de “la tercer ola” no se equivocaron, y realmente el mundo se detuvo en algún lugar de la historia, y hoy sólo continuamos con movimientos de imágenes que remiten a una guerra sin sentido?

Porque finalmente todas las guerras no tienen sentido. Y si lo llegaran a tener, entonces escuchemos la voz de Nutmeg, en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, de Haruki Murakami, cuando dice: <<Todos piensan que la guerra tiene la culpa de todo. Pero no es así. La guerra no es más que una de las muchas cosas que pueden ocurrirle a uno>> . O, por eso no podríamos, como dice Manuel Cruz, citar jamás a Primo Levi; o, como dice R. Hilbert, nunca más volver a poner un pie de página después de Auschwitz.

O nunca más decir guerra después de Gaza, porque esto es algo que pasa, algo entre muchas cosas que pueden pasar. Claro, y tenía que pasar eso.

Ale.

La vida inicia en el infierno. Es como decir que inica con el caos. El infierno es el primer velo que cae. Y para el director francés Jean-Luc Godard, proveniente de la nueva ola de mitad de siglo XX, el infierno es la guerra.

Nuestra Música es uno de los filmes más maduros y complejos de Godard, y tal vez el más diferente. Inicia con un empalme de imágenes que no somos capaces de distinguir entre lo real y lo falso. Son imágenes de guerra que se repiten incesantemente, conjugados con una hermosa voz de mujer reflexionando sobre la condición humana. El purgatorio es, de acuerdo con Godard, nuestro mundo: así como lo conocemos y vemos. El mundo que vivimos, tan lleno de nosotros, se convierte en el espacio de limpieza para nuestras almas. El cielo es un lugar hermoso, pero lejano. Tal vez lleguemos ahí, seguramente, pero el purgatorio nos ha dejado una huella imposible de borrar: el cielo es un lugar terriblemente deshumanizado.

¿No son las tres visiones de los niños de la Virgen María de Fátima un representanción de los estados por los que pasa Nuestra Música de Godard? Recordemos las profecías que en 1915 diría Lucía de Jesús dos Santos: una visión del infierno, del inicio de la Seguna Guerra Mundial y el atentado del Papa en 1981. El infierno, el purgatorio de la guerra, y el cielo de la muerte.

Y si los niños se encuentran con esta visión, y son tocados con la magia del mundo por venir, entonces Godard seguirá siendo el profeta favorito del cine.

Fragmento del capitulo Entorno al mundo, de La mirada indiscreta: sobre la vigilancia anticipada.

By having this war on terror, you can never win it… So you can always keep taking people’s liberties away… the media can convince everybody that it’s real, N. Rockefeller a Aaron Russo

La pregunta inocente que se debe hacer en un principio es, ¿por qué una guerra contra el terror? El miedo a un enemigo invisible, imperceptible, pasa rápida y tajantemente en los medios y discursos políticos de las naciones más poderosas del mundo. Se perciben fantasmas habitado una pantalla; no ellos, pero sí las consecuencias de sus acciones. En la prensa rara vez se ve el rostro de un terrorista, a excepción de los rostros con los que nos familiarizamos, pero sí el de las víctimas. Es una depuración del enemigo imperceptible, mientras los desastres son vistos de manera cada vez más cercana, con más minuciosos. Esa pregunta inocente, entonces, aclara una visión oscurecida por la falta del enemigo real. Se le conoce y no; se sabe dónde habita, pero a la vez no existe el lugar en dónde encontrarlo: la referencia de una guerra contra el terror hace honor a su nombre, pues todo gira alrededor del terror mismo. La frase <<nadie está seguro hoy en día>> surte el mismo efecto que lo dicho desde la televisión con la proyección de una imagen catastrófica.

La guerra contra el terror tiene la peculiaridad de que es una guerra entorno al miedo: las figuras representadas como un enemigo anónimo e invisible son siluetas que se persiguen a lo lejos, en donde es imposible llegar, pero que amenaza lo interno de la seguridad del primer mundo. Benjamin Barber escribe: «El miedo no responde tanto a lo que acaba por suceder, sino a lo que se promete, y convierte el esfuerzo por defenderse del terrorismo en su principal instrumento, que se refleja en medidas como la de codificar los niveles de peligro […]»[1]. No quiere decir que <<la guerra contra el terror>> inventó o reivindicó el miedo: el miedo al extraño, al extranjero, al enemigo permanente, lo podemos ubicar desde muchos años atrás. La guerra contra el terror le dio otra cara al miedo: no sólo se trata del hombre anónimo, quien funge un rostro obligado para conocer tentativamente a quien nos ataca, sino que vulnera la existencia humana ante sí mismo; el otro, que era un extraño perceptible, ahora es inaprensible, escurridizo. Por eso la guerra contra el terror pretende ser una acción más allá del enemigo, la sensación que se produce por su cercanía. El cuerpo, la mente, la familia, las propiedades: todo está amenazado. El terror al que se le ha declarado la guerra no acabó con la normalidad de la vida del primer mundo, sino que hizo una pequeña fisura en la aparente firmeza. El Estado sigue creyendo en ese viejo <<nosotros>> del siglo XI, que la nación y sus entornos siempre deben ser el objetivo de lucha: la seguridad del ciudadano promedio es la seguridad del ciudadano promedio, una búsqueda del sujeto vigilante que debe sentir confianza en su Estado.

Recordemos las situaciones que surgieron del 11 de septiembre en Estados Unidos en apoyo a las tropas que iban en busca de los criminales que amenazaban la libertad y la democracia: el caso típico, utilizado por Žižek, es la niña, hija de un soldado, que admite tener miedo que su padre muera en la guerra, pero que a la vez está dispuesta a aceptarla por su país. Por eso esta <<guerra contra el terror>> es la guerra de los ciudadanos temerosos: ellos son los soldados y burócratas, no son la ausencia de un Estado que opera de la nada (¿no es la lógica inversa del terrorista anónimo que es sin ser, a un Estados que existe sin existir?). Por un lado,  <<la guerra contra el terror>> es el efecto de un Estado que extiende su vigilancia hacia fuera (una nueva ruptura del adentro), que persigue la inseguridad en los lugares donde se genera; pero por otro, está el sujeto temeroso que construye la comunidad en donde cede su libertad por la seguridad que le otorga el hermetismo de su nosotros, pero que constantemente se desdibuja el espacio del afuera y el adentro, como lo escribe Zygmunt Bauman[2]. Este sujeto temeroso, no el Estado invisible, es quien va a la guerra (la que viene como consecuencia de la guerra contra el terror), ve la televisión, compra alarmas para el coche y los seguros de vida, sale temeroso por las noches y no duerme por esperar a sus hijos a que regresen a casa. Quien se enfrente a los no-lugares, de acuerdo con Marc Augé, en donde transitan las normas de seguridad más estrictas (a falta de un contacto social menos estrecho, la sensación de peligro es mayor y, por lo tanto, las actitudes son más frías y controladas): recordemos que estos no-lugares, propuestos por Marc Augé, son » […] tanto las instalaciones necesarias para la circulación acelerada de personas y bienes (vías rápidas, empalmes de rutas, aeropuertos) como los medios de transporte mismos o los grandes centros comerciales, o también los campos de tránsito prolongado donde se estacionan los refugiados del planeta…»[3]. Espacios donde la <<guerra contra el terror>>, la que se pelea desde la interioridad del país, tiene sus mayores repercusiones en el sujeto vigilante temeroso: el aeropuerto tiene ajustes de seguridad más estrictos, los centros comerciales (o los lugares en donde hay gran circulación de personas) se convierte en fortalezas de observación, mientras los espacios de convocatoria momentánea, como festivales de música o competiciones deportivas, están resguardados por complejos operativos de seguridad. Recordemos las Olimpiadas organizadas en China, donde los competidores tenían que seguir normas precisas de seguridad, además de las medidas tomadas por el gobierno chino como parte del plan de seguridad a los juegos[4].

Incluso podríamos contraponer estos no-lugares de Augé con la comunidad ética de la que escribe Bauman, con relaciones a largo plazo y compromisos obligatorios y fraternales. Aunque el mismo Bauman, a diferencia de Augé, sí denomina a las relaciones de tránsito de los no-lugares como parte de una nueva comunidad, el concepto de no-lugar, que realmente se refiere a un espacio en concreto, se ajusta de mejor manera: el no-lugar es amenazado, de cierta manera, por un no-humano, o, en otras palabras, por un no-nosotros. El individuo temeroso, entonces, pasa por normas de seguridad en lugares donde no es él propiamente, sino sólo un transeúnte, un objeto de paso. Mientras la Unión Europea continúa aumentando las medidas de seguridad en los aeropuertos, el sujeto, que ve en los dos focos de la cercanía y la lejanía su entorno, debe aceptar silenciosamente: no porque cualquier acción contraria sería inútil, sino por la simple razón que todo es hecho por su bien y seguridad. ¿No son las imágenes televisadas de las detenciones de terroristas el ejemplo más claro que <<la guerra contra el terror>> debe continuar? No porque se vaya ganando, sino que es un efecto que permite mantener su continuidad.

Probablemente lo único coherente que podemos encontrar en <<la guerra contra el terror>> son las teorías de la conspiración. Imaginemos un típico video de conspiración en la Web: inicia con una pregunta irónica que cuestiona directamente algo que es tomado como real, para luego responder directamente lo contrario ¿Cuál es la diferencia entre la paranoia institucionalizada de un medio de comunicación y los videos provenientes de las teorías de conspiración? La televisión institucionalizada, como dice Benjamin Barber, la que habla como extensión del Estado, funciona siendo un foco de paranoia colectiva: el riesgo que conlleva la decisión del sujeto expectante recae repentinamente en él, debe decidir su futuro que no es, finalmente, su decisión. La teoría de la conspiración sigue la misma fórmula. Es una visión desviada de la realidad, que dice lo que nadie se atreve a decir: la verdad detrás de los hechos reales. Ambos toman elementos del mundo real, que luego deshacen o reconstruyen: unos desde la legitimación de ser un poder real fáctico legal, mientras el otro se rodea en la sospecha. Esta última cuestiona la visión legitima: esto es lo que nos han dicho que pasa, pero realmente es esto otro. La conspiración repetidamente cuestiona la visión institucionalizada de la realidad: intereses políticos, económicos o de poder mueven al mundo, donde el espectador tiene que elegir una de las verdades contrapuestas.

Aaron Russo, cineasta de origen italiano que hizo una importante carrera en Estados Unidos, se ha convertido en un referente en las teorías de conspiración actuales: amigo de un Rockefeller que le confió abiertamente que habían sido los bancos nacionales de Estados Unidos los que inventaron el movimiento feminista y las mentes perversas detrás del 11 de septiembre para crear una guerra contra el terror que luego crearía una paranoia colectiva para introducir pequeños chips dentro de cada individuo. Russo no es así mismo un elemento de conspiración: cree en lo que ha escuchado, y donde ve la conspiración es el acto mismo que se toma como real. ¿No es la teoría de la conspiración la postura más subversiva frente a la <<guerra contra el terror>> y sus explicaciones, en donde el enemigo invisible y anónimo desaparece aún más frente a un teatro que se ha montado para engañar al mundo? La teoría de la conspiración busca la verdad acabando con la mentira de lo que es tomado con naturalidad como lo real. Slavoj Žižek nos dice que las teorías de la conspiración no deben tomarse como <<hechos>>, pero tampoco ignorarse, pues describen una realidad paranoica desde una realidad cada vez más paranoica. La guerra contra el terror no tiene, en su esencia institucional, el tinte de una conspiración (que talvez no lo sea), pero en su contraparte obscena podemos encontrar la narración de una paranoia real (donde tampoco se asegura que la teoría de la conspiración sea real o falsa, pero que sí sirve como un medidor de la paranoia real). En este sentido, no se trata de perseguir la verdad detrás de las cosas mismas, sino de comprender que ambas acciones tienen un fin de desconfianza. Talvez ahí radica la coherencia de las teorías de la conspiración en la guerra contra el terror: son tan incoherentes con lo «real», que demuestran que algo se ha salido del orden de lo normal. La verdad se anula, por lo tanto, y sólo queda la sensación de duda: no en un sentido estricto, pero sí perceptivo. Esa persecución subversiva de la verdad por parte de las teorías de la conspiración asoman una verdad incierta: cuestionan lo que no somos capaces de comprobar, y lo llevan a un estado de máximo incierto.


[1] Benjamin Barber, El imperio del miedo. Guerra, terrorismo y democracia, Paidós, Barcelona, España, 2004: 29.

[2] Zygmunt Bauman, Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil, Siglo XXI editores, España, 2003.

[3] Marc Augé, Los no lugares. Espacios del anonimato: una antropología de la sobremodernidad, Gedisa editorial, Barcelona, España, 2000: 41.

[4] Periódicos a nivel internacional destacaron, a lo largo de la estancia de los juegos en el país asiáticos, las estrategias de seguridad por parte de la organización y el gobierno chino principalmente después de un atentado a una comisaría de policía donde murieron 16 personas: The New York Times, «16 killed in attack on Western China Police Station», 4 de agosto de 2008, http://www.nytimes.com/2008/08/04/sports/olympics/05china.html?_r=2&ref=world&oref=slogin&oref=slogin: pagina visitada el 4 de agosto de 2008.

 

No se puede imaginar una historia sin Dios. Sería imposible; o no sería, es más. Se puede contar una anécdota: la recurrencia a personajes y momentos pasados, secuenciando los acontecimientos. Pero luego vendría la deserción: los lugares vacíos. Presentamos nuestra vida en ausencias de cosas que no deberíamos contar: omitimos nuestro derecho a escribir nuestra vida (es decir, el derecho a darnos un espacio para narrar, como escribió Homi Bhabha), pues la construimos a partir de las cosas que olvidaremos decir. Hablamos de nosotros en pasado: fui, dejé de ser, esto; pero, luego, nuestro silencio hablaría por nosotros: no fui, ni pude ser, aquello. Por eso no se puede prescindir de Dios, porque es el recuerdo de lo que callamos cuando hablamos; de lo no-dicho. Como sacar una fotocopia: en el centro está el objeto duplicado, pero en los bordes, rodeado de una oscuridad acallante, el mundo. ¿No es éste borde oscuro de la fotocopia la mejor explicación de la historia no contada? Tal vez Susan Sontag tenía razón cuando nos decía que la fotografía no se termina en la delimitación de la imagen captada.

Por eso no deberíamos imaginar una historia sin Dios, sin sus silencios. Y cuando lo hagamos, y la voz interna se calle, y la música comience a sonar, entonces Dios, el que no habla, dirá las cosas que nunca dijimos.

¿No es lo mismo que sucede hoy con el mundo? El historiador Michael Burleigh admite no tener mucha fe en el diálogo: de qué voy hablar con alguien que sólo sabe comunicarse con su poder y su fuerza. El olvido del silencio (de lo que no decimos), es el olvido de que las voces se pueden extender infinitamente. ¿Quién escucha al mundo cuando habla? Dios, porque es el único que calla. Nos queremos quitar el derecho al silencio, por eso hablar se confunde con empalmar ruido.

Recordemos cuando Jesús dice: ¿Padre, por qué me has abandonado?, ¿no es la expresión última del hombre que pone su fe en entredicho por su misma fe? Cree, pero no está tan convencido en la fuerza ilimitada de Dios. Sabe que está presente, pero incapaz; tal vez sólo observando cómo las cosas se han salido de control. Se le escapó de las manos y se ha convertido en un testigo silencioso de su descuido.

Aunque queda la lectura que hace Slavoj Žižek, quien dice que el que muere en la cruz no es Jesús el hombre, sino Dios, quien ahí se vuelve igual a su creación: se hace consciente de sus límites, de su abandono. Y cuenta el caso del padre que duerme en la habitación continua en donde vela a su hijo muerto, tratado por Freud. El hombre sueña que su hijo se acerca a él envuelto en llamas y le dice: ¿Padre, qué no ves que me estoy quemando? Entonces el hombre despierta y ve que una vela se ha caído en el brazo del niño. Dios, visto por Žižek, quien se rodea de misterio, es también un misterio para el mismo Dios. El hijo que lo despierta, que no es sólo el padre, lo hace volver en sí: le revela el misterio de lo que no ha dicho. Lo hace reconocer su imperfección humana en su divinidad religiosa a través del silencio del sueño. Entonces la figura del padre se desvanece: no hay un Dios, ni un hijo. El silencio de Dios se vuelve nuestro silencio. Pero, ¿por qué seguir pensando que cuando Cristo dijo el por qué me has abandonado, debemos creer que somos nosotros, y no el mismo Dios en nuestros silencios?

Estaba leyendo el blog de Hal Turner, un yanqui paranoico fatalista, por recomendación de Beto, y me di cuenta que para ellos (¿quiénes?, no sé, pero para ellos), no puede existir la ausencia, ni el silencio. No están conscientes de la letárgica de Javier Roiz, y se convierten en vigilantes histéricos. Hal Turner dice que para el verano de 2009, Estados Unidos caerá en bancarrota, y el país será un caos. Incluso recomienda comprar un arma por seguridad, pues la gente comenzará a matarse por comida. Tal vez en algo tenga razón Turner: la gente mata de hambre. Pero no es lo mismo que Žižek recrimina en Bienvenidos al desierto de lo real después del once de septiembre cuando dice:

“O los Estados Unidos persistirán en, incluso fortalecerán, la actitud de «¿Por qué debería sucedernos esto a nosotros? ¡Cosas como estas no pasan AQUÍ! «, Actitud que, por supuesto, aumentará la paranoia y, por lo tanto, el grado de agresión hacia el temible Afuera. O América finalmente se arriesgará a caminar a través de la pantalla fantasmatica que lo separa del Mundo Externo, aceptando su llegada al mundo Real, haciendo un largo y atrasado movimiento de superar el «esto no debería suceder AQUÍ!» para acceder al «esto no debería suceder en NINGUNA PARTE!».

Y es que para ese Dios (no soy religioso, para nada, lo pongo como nota) la democracia es el silencio, como para Žižek se tiene que callar de vez en cuando.

…vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo, Jorge Luis Borges, El Aleph.

Hace un par de semanas escuché en el radio que algunos analistas había llamado a esta crisis económica global como <<efecto mariposa>>. Y es que desde 1929 el mundo no se había sacudido tanto y tan fuerte: las bolsas de todo el mundo cayeron, monedas se devaluaron, se cerraron los créditos, bancos históricos se declararon en bancarrota o fueron absorbidos por otras compañías o el Estado. Los periódicos del mundo hablan sobre las caídas en la bolsa japonesa, la inyección de cantidades millonarias por parte de Italia, la ayuda dada por Estados Unidos a los bancos que dieron créditos irresponsablemente, la subasta de dólares para no devaluar el peso por parte de México.

Y los analistas llaman esto un efecto mariposa.

Talvez la ironía venga en pensar que hasta hoy hemos tenido un efecto mariposa. Cuando a Lorenz le llegó sorpresivamente la idea de que una diminuta alteración en un recorrido sometido a largo plazo, afectaría sustancialmente su recorrido, no fue para nombrar lo que no existía: le dio nombre a lo que era él, y nosotros, y el mundo. Ni siquiera descubrió (pobres los que piensan que descubren cuando ven algo); el efecto mariposa lo descubrió a él. Las mariposas que respondían sus preguntas sobre el clima atmosférico llegaron para iluminarle.

En una entrevista a Gabriel García Márquez, le preguntaron sobre cómo se había encontrado con las fantásticas escenas de Cien años de soledad: las mariposas, por ejemplo, dijo, eran reales; cada vez que entraba el plomero a la casa, era seguido por un montón de mariposas amarillas. ¿Por qué pasaba esto?, talvez porque pasó un par de veces. Porque las mariposas bien pueden volar en cualquier parte, y de hecho lo hacen. No por la libertad de hacerlo, sino porque siempre está la posibilidad de que así sea.

El efecto mariposa de la crisis económica es sólo el pretexto de regresar a lo que ya nos habían dicho: El vuelo de una mariposa causa un efecto en su entorno, y si las mariposas vuelan por aquí y por allá, entonces siempre estamos en riesgo de ser perseguidos por una y quedar a la incógnita de su aleteo.

Cuando Paul McCarthy y John Lennon  eran buenos amigos, discutieron sobre una canción. La discusión fue tan acalorada que los dos comenzaron a ofenderse. John, que en ese tiempo ya tenía sus lentes de ruedita, se los quitó, y le dijo a Paul: soy yo: John. No sé bien qué respondió Paul, pero la discusión se acabó y compusieron una gran canción (¿cuál? No sé, pero era una bastante buena, de acuerdo con Selecciones).

Lo que me lleva a pensar en que finalmente, cuando las cosas se ponen feas, y los <<expertos>> dicen la analogía que siempre había estado detrás de nosotros, persiguiéndonos como mariposas amarillas, lo único que nos queda por decir, quitándonos los lentes o el sombrero: soy yo, y siempre había sido yo.

Por eso las mariposas vuelan por cualquier parte, porque nadie vino a descubrirlas, sino a encontrarlas. Y como siempre somos nosotros, con todas nuestras letras, en un mundo que siempre es él, entonces sentimos que su aleteo nos va a llevar, como en El mago de Oz, a volar por los aires. Pero no, las cosas siempre se quedan aquí.

Ver el Aleph es abrir los ojos bien grande; es ver el universo como es, y ha sido. Nadie descubrió el misterio, se encontró con él.

 Al enseñarnos un nuevo código visual, las fotografías alternan y amplían nuestras nociones de lo que merece la pena mirar y de lo que tenemos derecho a observar. Son una gramática y, sobre todo, una ética de la visión. Por último, el resultado más imponente del empeño fotográfico es darnos la impresión de que podemos contener el mundo entero en la cabeza, como una antología de imágenes, Susan Sontag, Sobre la Fotografía (En la caverna de Platón).

Con este inicio de Sobre la fotografía, siento que se abre un mapa de honestidad, resultado del arte en busca de su exclusividad imposible. Escribe Sontag que es con la industrialización cuando la fotografía tiene su plenitud en el arte, además de hacer que toda experiencia visual tenga su oportunidad de ser plasmada. ¿Es la fotografía el arte democrático por excelencia? Ese es el camino que Susan Sontag ha decidido que debemos tomar: tan simple y fácil como tomar una fotografía. O tan fácil como la muerte. Barthes escribió: tanto si el sujeto ha muerto como si no, toda fotografía es siempre esta catástrofe. Tan común como posible.
 Aquí están cuatro fotos que encontré tan casualmente como ellas mismas fueron tomadas. Siento que los nombres de las voces que intentan dar nombre no existen: sólo son momentos, instantes, perdidos, capturados existencialmente dentro de una imagen. Talvez en eso radica la democracia de la fotografía: no busca justificantes, sino signos en permanente construcción.   

  

 

 Miriam

 Miriam

Ophelia

Ophelia

Cuando nos sentamos frente a frente, con la intención de decir algo, siempre terminamos bajando el rostro, como si la verdad se nos hubiera caído al suelo y la buscáramos allí. Pero es que somos víctimas de no decir nada. Algo natural en nosotros, que duramos casi la mitad de nuestra vida en silencio. Primero, porque somos demasiado pequeños, entonces tenemos cierta edad y hablamos. Luego están las otras cosas: comer, dormir, el baño, y sus múltiples funciones en silencio, las caminatas en solitario, los viajes, las películas, la televisión, la música que escuchamos sin decir nada, cuando recién llegamos a una fiesta y no conocemos a nadie.

Estamos más cerca del silencio de lo que imaginamos. Callamos, constantemente, pero aún así no podemos decir nada. Es decir, nuestro silencio es mortuorio, como para enterrarnos con él. Giramos en silencio cuando estamos solos, pero desaparecemos cuando giramos en él con alguien. Nos miramos en silencio, nos decimos en silencio que no podemos decir nada. No nos encontramos en las palabras, entonces recurrimos a no decir nada. Como el silencio de la cabaña de Martín Heidegger, los diálogos entablados con los campesinos de la selva negra que te miran a los ojos explicándote las grandezas de sus vidas.

Cuanta razón tenía Sartre cuando decía que es con la mirada con lo que me reconozco en el otro. Porque, finalmente, qué es la voz sino una malformación en nosotros mismos. Slavoj Zizek dice que es un ser en nosotros, algo que surge desde el interior, pero que se conserva en el misterio, como un órgano sin cuerpo.

A veces tan independiente, como si una conciencia trabajara autónoma en ella.

Pero volvamos, qué es la voz. O, mejor dicho, qué es la voz cuando nadie escucha. O cuando, como dice Wittgenstei en su Tractus, «… no hay nada qué decir, hay que callar», como si la lectura fuera: calla, porque finalmente no tienes nada que decir ante eso. Pero, ¿no es esta voz sin órganos, el cuerpo desmembrado, el eufemismo de un silencio desvirtuado?

Talvez ese callar sea la voz del silencio. Si callamos por tanto tiempo, es porque no hay mucho qué decir. ¿Por eso callamos? Damos tantas horas de nuestra vida al silencio porque algo se está diciendo en él.

Cuando Homi Bhabha escribe que es con la muerte cuando por fin la vida se libera y se escucha la música, ¿no se está refiriendo abiertamente que ya es la vida una zona de ruido incontrolable?

En Agenda del suicidio, Pablo Raphael escribe que la versión de la vida occidental se olvida del juego de la vida, que consiste en mirar con calma. Parece que esto es lo que me dejan los personajes de Haruki Murakami: la vida es una canción que se escucha con los ojos cerrados.

Peter Sloterdijk, en su libro Normas para el parque humano, destaca la carta sobre el humanismo de Martín Heidegger, un Heidegger en 1946 solo, buscando la reivindicación de su vida después de los errores políticos del pasado. En ella, la invitación es pensar al humano como un ser que se guarda a sí mismo (que no se vigila, igual como dice Javier Roiz, sino que escucha desde lo letárgico): Heidegger dice hay que vivir en el «claro del bosque», donde la gente se percibe entre iguales. Confiarnos del oído, y no de lo que leemos de los clásicos.

Sólo que nosotros callamos porque hemos olvidado qué decir, haciéndonos incapaces de percibir nuestros silencios para hacer las paces con nuestros ruidos internos. Hablar podría ser el último recurso del silencio que dice todo sin decir nada.

Despertar. Lo primero que vemos al despertar es la oscuridad detrás de nuestros parpados. Todo lo demás viene por añadidura. Como si los ojos, recién descubiertos, inventaran el mundo. Lo construyeran con bloques de realidad que poco a poco van dando forma a lo que vemos. Despertar es sólo el primer paso de una complicada lista de pendientes del día. Respirar, tragar saliva, comer, caminar. Luego viene la articulación de palabras: cada fonema es una experiencia nueva, inventada en el momento en que ocurre. Se hilan nuevas palabras hasta formar una oración. Luego se comparten, y se pasa a un nuevo estado de vida: se escucha, y luego se habla de nuevo, construyendo frases sencillas o complicadas. Se habla del clima o la comida, de un libro, de la gente, de la película de ayer.

Se sale a la calle en busca del camino indicado. Las opciones son infinitas, se podría tomar cualquier dirección, formulándola con otras direcciones que luego darían resultados nuevas fórmulas. Se podría construir un mapa con los pies sólo yendo por las calles, marcando los sitios en donde estamos y las direcciones que tomamos. Se puede coger el camión o el metro (si en donde estamos hay camiones o metro), luego se anda por la calle moviendo los pies de atrás para adelante. Los dedos se aprietan cuando se hace el esfuerzo de arrastrar la pierna, y luego el glúteo sirve como liga para conservar el ritmo.

Nos podemos detener y seguir: cada paso es una sensación definitiva, decisiones que conforman una red de opciones y caminos.

Luego se sienta uno en el parque. Mira las aves, o los niños corriendo. De nuevo se construyen mundos que no responden más que a impulsos impredecibles de niños que van por un lado a otro, sin la sensación de que alguien les diga dónde.

Pero todo comienza con despertar. Luego pasa por procesos caóticos de construcciones. Se puede ir por cualquier lugar, decir cualquier cosa, sentir o dejar de sentir (si se tiene la habilidad para hacerlo) de cualquier sensación.

Cuando nos sentamos a escuchar la historia de nuestra vida, vemos el resultado de un caos constante. Espacios de incertidumbre que van poco a poco construyendo la historia.

Negri decía que los instantes son eternos espacios de historia: ¿quién construye su vida desde la totalidad?

La vida es un caos entrometido. Es la sensación de que por aquí ya anduve, pero con la mente despejada de cualquier duda que así fue.

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