Todavía nos pesa todo lo que nuestros antepasados más lejanos han hecho y pensado. Si se escarba en la conciencia de nuestros contemporáneos, se encontrarán muchas personas que alimentan la idea de que la historia humana se puede interrumpir sin previo aviso.

Georges Duby.

Cuando Martín Lutero pegó las 95 tesis en la puerta del Palacio de Wittenberg, y dictó tres sermones en donde se oponía a la práctica de comprar indulgencias para el alma de propios y extraños que concedía la iglesia Católica con el fin de financiar la construcción de la basílica de San Pedro, en Roma, nunca se imaginó que la búsqueda de la verdad del espíritu religioso provocaría una sangrienta guerra entre los incipientes protestantes y los acérrimos católicos. Francia fue el territorio de la más cruenta de estas manifestaciones en lo que se llamó la Matanza de San Bartolomé. La crueldad del conflicto consistió en que detrás de cada bandada religiosa, se escondía, aunque no muy profundamente, fines políticos y económicos.

Las guerras de religión que iniciaron con las buenas intenciones interpretativas de Lutero, no fueron ni el inicio ni el punto final de los conflictos. Ahora, incluso antes de principios del siglo XVI, las religiones siguen costando vidas y mostrando las expresiones de violencia más crudas de la historia. La religión, en sus múltiples aseveraciones, ha creado momento de peligrosidad por la razón en que ha buscado generar el conflicto entre las personas y las ideas.

En una visión arriesgada, veríamos que lo que está detrás es el sostenimiento y la forzosa postura de la verdad. La imposición de eso que mora más allá de nuestra vida y nuestro entendimiento. Algo, como lo veo personalmente, absurdo, barato y peligroso.

Pero no sólo la religión (es decir, esa explicación supersticiosa del mundo que vivimos) sino lo religioso (lo sagrado, lo inmaculado, la visión metafísica de la realidad meramente física) son igualmente peligrosos. A las dos cosas les tengo pavor, pero si sumamos a eso la religiosidad secular, me muero de miedo.

Esa religiosidad secular se ha adueñado de las elecciones presidenciales (vivo en México y es año de elecciones, también sigo de cerca la política de Estados Unidos en donde también son fechas de campañas. Ahora entenderán lo cercanía con el tema). Los funcionarios públicos en contienda son enaltecidos como si no pertenecieran a este mundo (no todos y ni por todos).

Me cuesta no ver a los candidatos y candidatas como aspirantes a un cargo público. Por eso no entiendo bien los colores del partido como escapularios o amuletos. Me cuesta ver los logos y los rostros de la clase política en los cristales de las casas, colgando de las paredes, pintados en los postes, como si las 95 tesis de Lutero volvieran a poblar la Europa que veía la salida de la Edad Media para decirles a los creyentes la otra verdad de dios. Me imagino de nuevo a los feligreses divididos, vestidos bajo banderas que aluden a una misma deidad pero interpretada en otros términos, maldiciendo y reduciendo al otro a los huesos, a su enemigo.

Por eso me pregunto si alguien se ha puesto a pensar en las condiciones en las que quedará México después de las elecciones, en las divisiones que hemos creado. Entre eso, asumo mi culpabilidad. La guerra de religión de los partidos vendrá después, cuando las elecciones se hayan hecho.

No lo puedo evitar, me cuesta no ser testigo de cómo el sistema político y partidista de este país (y de muchos más), que siempre ha antepuesto a las cúpulas del poder, a las élites políticas, a los partidos y a los gobernantes sobre los ciudadanos, se reproduce con tanta similitud y viste a los ciudadanos con sus colores.

Será que es mi visión de que a las clases políticas, con las reglas internas del sistema, sólo se les vota, se les demanda o se les expulsa (ojalá se reformara el sistema electoral para que esto se permitiera). En esas tres atribuciones no me cabe ninguna más, y en el contexto actual me siento perdido.

Ahora que veo el país y las redes sociales digitales, que son la geografía que habito con mayor soltura, veo a un México dividido como lo fue la Europa del siglo XVI, como fue Francia en la masacre de 1572 y los Países Bajos dividido en dos por la guerra de Ochenta años.

Si me preguntan ahora qué es lo que ha divido a México, diría que la partidocracia y un sistema electoral (con su oportunidad reivindicativa mandada al traste por la cámara legislativa con la reforma electoral) y una democracia representativa falaz que sólo beneficia a los poderosos.

Si la historia nos ha enseñado algo, siempre se repite. La primera vez como drama, dice Marx, y la segunda como comedia. Sólo que de esta comedia pocos nos estaremos riendo.

Me he propuesto no tener piedad con los despiadados. Mi falta de piedad con los asesinos, con los verdugos que actúan desde el poder se reduce a descubrirlos, dejarlos desnudos ante la historia y la sociedad y reivindicar de alguna manera a los de abajo, a los humillados y ofendidos, a los que en todas las épocas salieron a la calle a dar sus gritos de protesta y fueron masacrados, tratados como delincuentes, torturados, robados, tirados en alguna fosa común.

Osvaldo Bayer, En camino al paraíso.

No soy pejista, o miembro de alguna agrupación simpatizante de López Obrador (AMLO), nunca me he afiliado a ningún partido político u otra vertiente desprendida de alguno de ellos. Lo más cerca que estuve , fue cuando estaba en la secundaria y mi vecina, Teresa Rascón, se lanzó como candidata para una diputación por parte del PRD, y Beto y yo nos juntábamos con algunos de los hijos de los encargados de la campaña. Recuerdo que nos regalaron camisetas y nos dejaban ver el fútbol en el camión de campaña.

Hago esta aclaración porque me dolería que mañana se me acusara de provenir de un planeta que no conozco y del que nunca me ha interesado pertenecer.

El único organismo al que pertenezco es a Colectivo Vagón, una agrupación artística en Ciudad Juárez que no tiene y nunca ha tenido alguna afiliación política y que no cuenta con fondos de ninguna instancia, de gobierno o no gubernamental, para existir.

A la única a la que le debo lo que digo, cómo y por qué lo digo, es a mi integridad (si aún existe), a mi inteligencia, a mi nombre, a la gente que quiero y me quiere, a los que admiro y aprecio y busco ganarme el respeto que ellos se han ganado en mí. Y si soy lacayo de alguien o algo, es de mis ideas, que espero me representen mejor de lo que yo las puedo representar a ellas.

Si digo algo que me compromete, lo hago con toda responsabilidad de pensar que es lo mejor para el país, para la gente que habita en sus múltiples realidades y para las que lo harán en algún momento. Tal vez esté equivocado, pero eso sólo la historia nos lo dirá.

No creo en soluciones milagrosas, en que una persona o un grupo limitado van a cambiar a todo un país. Por eso tampoco soy un seguidor de las vidas intachables. Me gusta el humano que se equivoca, que se cae y se levanta, que no le da miedo exponerse por decir lo que siente y que se arriesga. No simpatizo con los personajes que son tratados con algodones o los que viven en esferas asépticas para que nada los toque. Que evaden la crítica para inventarse un mundo perfecto e intachable. Y esto lo digo por los cuatro candidatos, que es lo que me atañe hoy.

En pocas palabras, soy alguien que dice lo que piensa y que asume un posicionamiento político e ideológico crítico. Nada más.

No estoy tratando de convencer a nadie. No es mi punto y nunca lo ha sido. Si critico una línea política, un candidato o todo un partido, es porque siempre me ha dolido la indiferencia, el silencio autoproclamado, el olvido y la censura (tanto autoimpuesta como obligada).  Porque no me puedo quedar callado cuando veo el abuso, el autoritarismo y la corrupción. Y si la vemos, no importa que sea en nuestro lado, debemos denunciarla. El silencio no debe imperar jamás ante la injusticia, no importa de donde venga, no importa que trastoque en lo que creemos. Sé que es difícil, pero en algún lugar debemos de empezar para construirnos como seres críticos y propositivos.

Lo hago porque me duele Atenco, la violencia, la censura, la ignorancia y la corrupción milenarista de un partido que pensó en algún momento que el país y todo lo que había dentro de él le pertenecía. Porque me duele la violencia emprendida en una guerra cruenta y sin objetivo, fallida desde su gestación, con una mirada conservadora y autoritaria. Me duele Ciudad Juárez, los indígenas, las mujeres asesinadas, los homicidios contra jóvenes y niños. Por eso lo hago, porque este país me duele mucho y constante.

Pero peor aún, porque me dolería la violación a nuestra memoria histórica y de nuestra dignidad.

Tampoco me complace quedarme en la comodidad de la crítica y la denuncia. Valoro quienes han asumido esa responsabilidad con decencia, pero es necesario movernos un poco más. Esto me recuerda a lo que una vez escribió Jean-Paul Sartre: “lo importante no es lo que han hecho de nosotros, sino lo que nosotros hacemos con lo que han hecho de nosotros”. El hastío en algún momento se debe convertir en decisiones. A veces no siempre tendremos las mejores opciones o circunstancias para decidir lo que queremos, pero debemos decidir. Como Ortega y Gasset lo dijo, incluso en el pabellón de fusilamiento tenemos la libertad de decidir morir como un cobarde o morir como un valiente.

Por eso he decidido votar por AMLO. Porque me cansé de los sistemas obsoletos y estrategias caducas que representan los otros candidatos. Porque creo que es momento que llegue otra fuerza que nos presente una forma diferente de gobierno, aunque esta nos sea desconocida en la práctica.

No voy a enlistar sus propuestas políticas o su plan de gobierno, eso le corresponde a cada uno de nosotros conocer a profundidad y decidir qué proyecto quiere que tome las riendas del país por seis años.

Yo voy por AMLO porque me ha convencido su equipo de trabajo, las personas que lo acompañan y que gobernarían junto con él. Tal vez he caído encantado por un discurso que se muestra más honesto y humano que los otros pero que en el fondo puede ser falso. Lo admito, pero dar mi voto por él no es darle mi silencio. Creo que es susceptible a la crítica como cualquier otro. Y si ocupa un lugar privilegiado en la administración pública, más. De hecho, cuando decidió tomar las calles del DF después de las elecciones de 2006, cuestioné severamente sus acciones que, para mí, fueron precipitadas y erróneas.

Y espero que quienes han tenido la inteligencia y la sensibilidad de cuestionar y exponer al PRI y al PAN respectivamente, lo hagan también con él, con sus partidos y sus compañeros de gobierno cuando sea necesario y justo.

Ahora me he propuesto votar por la persona detrás de la figura que han retratado o inventado los medios. No voy a votar por un mesías. Eso lo tengo claro. Y no porque he decidido mi voto tengo que responder las preguntas que sólo Andrés Manuel y su equipo debe saber. No soy su vocero, ni su representante de campaña. No tengo todas las respuestas a su proyecto político, y mucho menos sé si es la solución que el país necesita (cosa que incluso en el fondo, ni siquiera él sabe con seguridad). Lo que estoy haciendo es una deducción basada enormemente en lo que no quiero.

Si el país y la coyuntura fueran los propicios para anular el voto, seguramente lo haría. Pero ahora más que alzar mi voz a través del descontento legítimo de la anulación del sufragio, quiero que el poder cambie de manos y que las elites políticas sepan que los dos diferentes gobiernos que tomaron el poder en los últimos ochenta años no respondieron a las necesidades del país.

Y si me equivoco, yo seré el primero en reconocerlo sin arrepentimientos, porque seguí a esa voz rasposa y profunda en mi interior que me decía que era momento de cambiar de rumbo, aunque no tuviera a ciencia cierta al lugar al que nos llevaría.