Como una especie llena de enigmas, no huelga preguntarnos sobre las implicaciones éticas del espectáculo que se montó sobre el rescate de los 33 mineros en Chile (sin duda un síntoma incuestionable de la falta de buenos contenidos informativos y de espectáculos ficticios torcidos hacia la realidad, como los reality show). La mina y los mineros ya estaban ahí, sólo faltaba una coincidencia que les diera argumentos suficientes a las televisoras y periódicos del mundo para crear el andamiaje de un espectáculo real, con personas reales, con consecuencias, dolores y alegrías reales. ¿Un giro televisivo? Seguramente. Sobrevivir a una selva artificial parece ya no satisfacer las necesidades de los productores: se necesita algo real y más vivo. Permanecer encerrado en una casa con todas las comodidades no es reto suficiente (no para los límites de resistencia humana, sino para las televisoras). La Internet es un buen lugar, pero no todos tiene acceso a él, y si tienen, el laberíntico camino por él puede desairar a varios.

La imagen reconstruida ya no satisface a los productores. Lo artificial está tan fuera de moda como los programas de Siempre en domingo. Los noticieros son demasiado solemnes; actores sin guión es como una obra de teatro dadaísta, y eso tampoco vende. Entonces ocurre: 33 hombre encerrados en una mina, con acceso a grabarles: si mueren, serán héroes (pero se habrá de buscar un culpable), si salen, serán famosos. ¡Eureka!

Pero si tenemos que afrontar el dilema ético de este rescate, tendremos que plantarnos en dos posturas: la ficcionalización de la realidad (un conversión al tipo de los filmes de James Bond, como afirma Slavoj Zizek, en donde sólo se ve al malvado villano en una oscura fábrica en la montaña sin que se presenten los obreros explotados que construyen la máquina para destruir el mundo); o la realidad expuesta de manera crítica (la inseguridad de las minas, el peligro que corren los mineros a diario, que tal vez fue insuficiente en el caso de Pasta de Conchos, en México, en donde con la mano en la cintura se dejó a su suerte, y eventualmente a su muerte, a los mineros encerrados). O las dos, o ninguna. El problema (y esto me recuerda a un artículo que leí de Fernando Leal) reside en cómo se pregunta para saber lo que se quiere saber.

Michela Marzano, en La muerte como espectáculo, escribió que cada vez nos afrontamos a una realidad-terror, llena de oscuros abismos que llevan el sufrimiento humano a una pantalla, lo que hace, según la autora, que poco a poco se pierde la compasión ante el dolor ajeno. Y es que no se trata sólo de pensar en la libertad de expresión que seguramente se puede defender, ni de evitar la censura (como una vez lo propuso Carlos Monsivais con los narcocorridos), sino que las cosas se presenten mediadas por una pantalla. Nos hemos acostumbrado a llenarnos de mentira en la televisión (el argumento clásico de por qué es una mala maestra), de inventarnos mundos inexistentes. La ficción del cine nos permitió volver a empezar, detener y cortar, omitir lo que nos molesta y pensar que, al final, siempre será feliz. Hollywood, por muchos años, nos presentó fórmulas que parecían funcionar a la perfección (hoy Los premios Óscar, por ejemplo, dan más peso a los documentales, y grandes producción que se mueven entre la ficción y el documental se popularizan en las taquillas, “I’m still here”, “Catfish”, y las “Paranormal activity”, por citar casos actuales). Pero, ¿qué pasa cuando las cosas se nos presenta ahí, tal como es, sin libretos, sin objetivos?

Leí en un periódico en Chile, un día después del rescate de los mineros, que el país era una fiesta. La razón: la vida, así de simple, sin mediaciones y sin conductores guapetones que enseñan los dientes. Digan lo que digan, si yo hubiera sido uno de esos mineros, al salir, creo que poco me hubiera importado que hubiera una o cien cámaras grabándome, y eso, como dice el anuncio, no tiene, espero no tendrá, precio.

Foto: Ag.