Cuando era niño, recuerdo que mi mamá decía: «siempre que vayas a otra casa, debes comerte todo lo que te sirvan». Vale, decía yo, ya con mi falso acento español. Así que si ponían un plato de grillos oaxaqueños, no había fijón, me los comía gustoso. Digamos que era, por la educación que tuve, de esos que a donde va hace lo que ve. Y como soy bastante adaptado, nunca tuve problema. Si la gente brinca, entonces brinco. Si aquí se celebra el año nuevo tirando la ropa vieja por la ventana, adelante, a tirar la ropa. Pero hay cosas que, después de un tiempo, ya no podemos soportar de la misma manera en que lo hacíamos antes. Particularidades culturales o personales que son tan difíciles de digerir como un bocadillo catalán.

Y, a decir verdad, estoy en un punto muy poco flexible de mi vida. Aún conservo la actitud polifacética, pero marco mucho mi línea. Como si una regla me separara de manera gradual, dependiendo las circunstancias. Lo más extraño es que soy racista, por ejemplo, sólo para los que se sienten ofendidos (racista por tomar distancia, que ironía). Incluso soy precavido cuando hablo, pues hay gente allá afuera que no quiere que se les toques (teórica o culturalmente), pero tampoco quieren ser ignorados.

Por lo que mi cambio, creo yo, tiene que ver con una dosis más cargada de honestidad. La comida, por ejemplo: cuando digo no, gracias, la verdad no me apetece en lo más mínimo su comida tradicional, es porque en verdad no me apetece. Podría comerlo, no me cuesta nada, pero no quiero. Hay quienes lo toman de buena manera, bien por ellos; pero otros no, sienten que es una grosería. Digamos que hay que probar de todo: una vez probado, entonces podemos comprobar que el platillo sabía peor de como se veía.

No, ya no, no hago lo que veo. Me gusta quedarme en un espacio casi neutral (no objetivo, sino neutral, como un vacío). Me niego a la comida como me niego a otras cosas que no me convencen. No quiero entrar en discusiones que, por mucho, no conozco, y, a decir verdad, no me interesa saber (como los indígenas, no es que piense que es ridículo dedicarles la vida, sólo que en lo personal no me llama para nada la atención, aunque estudie sociología. Pero, bueno, por eso es una disciplina tan amplia como para no hablar de agricultura, que tampoco me interesa, ni de los indígenas. Y decir que los nacionalismos en España se me hacen la cosa más ridícula que he escuchado del primer mundo, por ejemplo).

Puedo sonar autoritario, pero en este punto de inflexibilidad me viene valiendo poquito más que un pepino. No soy un ciudadano mundial. No creo en eso, no aún. No soy un chico cosmopolita, de hecho me patea esa palabra. Y no soy comunista, no soy de izquierda (¿quien sea realmente de izquierda que tire la primer piedra?), no estoy en contra del capitalismo, o del neoliberalismo, o de la OMC, sino del mundo como es («Participar en la destrucción del mundo existente y abrir los ojos hacia el mundo venidero», Bataille), porque si me levanto en contra del capitalismo no me asegura que mi levantamiento será también un rostro del capitalismo desterritorializado (como lo explica Zizek en lo referente al capitalismo global y la ideología).

Lo único que hago es ser más yo, más universal, si puedo. Y para ser universal trato de ser menos de todo, que, finalmente, termina siendo un error sustancial (porque ser de todo, como un silogismo aristotélico, concluye en alguna contradicción de las partes que integran el todo).

Mi distancia, es verdad, de alguna manera me protege. Es una zona de seguridad que me aleja del ruido de las cosas. Y entre mayor distancia, más tranquilidad para mi cabeza. Pienso que de alguna manera deberíamos recuperar al Bataille que no era de la comunidad. O el Nietzsche que buscaba liberar a la humanidad a través de su propio egoísmo.

Como soy una rata vil, tomé robadas las fotos de mi prima, Miriam Chico, por si quieren ver su lado artístico: aquí.