Un día tuve un sueño en donde la vida era como habitar Facebook. La gente era seguida por nubes en donde se veía lo que pensaban, podías entrar a locales con grandes letreros con el nombre de nuestros amigos llenos de fotografías, videos, insultos, referencias a caricaturas de la infancia, películas, libros, personas que admiran, su árbol genealógico… Y si pasabas una tarjeta personal, automáticamente aparecía un “me gusta”, provocando el sonido de una sirena y caída de confeti.

No estamos muy lejos de eso. Ese sería el gran paso de las redes sociales digitales. Como los videos juegos en donde te conviertes en miembros de una banda de rock, con una guitarrita con botones de colores y una batería de plástico bastante real. Sólo que a diferencia de la ilusoria recreación de un mundo inexistente de los videos juegos, las redes sociales exploran algo más profundo en el ser humano. No sólo fantasías frustradas por ser un gran jugador de fútbol o pelear en la Segunda Guerra Mundial, sino el corazón de nuestro lado más íntimo. Ese centro indeciso de donde surge lo que decimos, el cómo lo decimos, el por qué y el a quién.

¿A qué nos invita, por ejemplo, ese “what’s on you mind” en tu muro de Facebook, sino a una exploración de tu inconsciencia, del la exposición de tu yo interno traducido en palabras, imágenes, videos y canciones? Es el reconocimiento forzoso de nuestra irracionalidad puesta en términos tangibles para el otro. ¿Se escribe para el otro en Facebook? Este ejercicio se me hace interesante, porque he visto posts en donde se agradece a dios; se habla con el abuelo, la madre o el amigo fallecido; se comparte el sentimiento de felicidad, rabia, tristeza o dolor; se escriben mensajes privados dirigidos a un “tú” impreciso, quejas por lo lento del Internet, lo tardado de la cola del banco o lo aburrido del trabajo; poemas cursis de amor sin algún destinatario; o gerundios en primera persona sobre las cotidianas cosas del día.

¿Esta persona que en Facebook agradece a dios porque no le pasó nada en un accidente automovilístico o porque un familiar salió bien librado de una operación esta siendo honesta al enunciar su destino?

Es difícil no pensar, para los que fuimos educados bajo el catolicismo (con sus intenciones y sus profundidades, claro), en evadir la idea de la confesión religiosa. Que consiste en la obligación de la revelación del yo interno.

Recuerdo haberlo hecho unas cinco veces en mi vida. Entrar en uno de estos diminutos cuartitos de madera, y hablar, a través de una ventana cubierta, con un sacerdote. Adelantar una pequeña ceremonia que convocaba el rito y confesar nuestras faltas. La intención del acto era decir algo que sería elevado hasta donde alguien o algo las perdonaría. Pero esta confesión era privada, anónima en muchos sentidos, y tenía una función más interna: hacernos sentir ridículos y humillados de lo que habíamos hecho, de la trasgresión de la ley divina, reconociendo que debíamos ser perdonados por ellos.

Lo que me llama profundamente la atención no es el sentido del “perdón”, que haciendo una buena argumentación lógica con la biblia en la mano lo podríamos tener garantizado, sino el acto mismo de confesarte. Es decir, traducir las acciones irracionales de tu ser en términos estrictamente lingüísticos. Exponer el yo interno para que alguien más (el sacerdote, en este caso), los pasara a través de sus juicios y nos dijera su gravedad equivalente: un ave maría, un padre nuestro, un rosario.

Este acto de confesión juega un papel difuso en estas redes sociales digitales, pensadas para convertir los actos privados, incluso anónimos, en actos públicos. Se hace la confesión a ese Gran Otro lacaniano: esa cosa amorfa en donde se crean y destruyen los significados; miles de ojos anónimos que miran desde todos lados sin tener una cara representados en todos los que tienen acceso a nuestra información (independientemente de que conozcamos a todos los que habitan en nuestra red). A diferencia de la confesión religiosa, dios era el último gran destinatario de lo que decimos, y la intención parecía bastante clara (a mí, que soy un ateo materialista recalcitrante, me siguen quedando bastantes dudas). Pero ahora, ¿a quién escribo? ¿Sigue existiendo un último destinatario, o es una confesión personal puesta en la pabellón de lo público?

 

AG.

Hoy en la tarde sentí una extraña inquietud. No era nada físico. Tampoco una preocupación arrebatadora. Era una sensación no común, como si algo mínimo, tan pequeño y discreto, hubiera cambiado en mi vida. Nada relevante. Sólo un insignificante detalle. Algo que incluso no había percibido hasta hoy en la tarde, y que tenía, no sé con seguridad, varios días, tal vez semanas, incluso meses, de haber sucedido.

Entré a Facebook y recorrí el muro principal (no sé cómo se llame, pero ese muro que no es tu muro donde aparece todo lo que ponemos), y me fijé que faltaban las típicas pendejadas de alguien que estaba (y ojo que dije estaba) en mi lista de amigos. Alguien que había conocido en una fiesta en mi casa, que luego me agregó (ojo, que dije me agregó) al Facebook. Faltaban, desde no sabía exactamente cuándo, pero faltaban, los detalles de las cosas que le hacía a su carro, sus garrafales errores de ortografía, las porras que les echaba a sus equipos de fútbol, su terrible sintáxis y sus fotos personales.

Entonces me lancé a la tarea de saber qué había pasado con él. ¿Acaso no había notado las tarugadas que ponía, o es que tenía semanas sin entrar a Facebook (por lo menos había unos veinte mensajes de él por día, cosa que me extrañó aún más)? Ni siquiera recordaba su nombre. Pero sabía que había una foto que me habían etiquetado en donde aparecía él. La busqué y di click en su nombre. Arriba de su página de perfil, en el centro, junto a su foto, el botón activado de Agregar como amigo.

¿Qué sentí? No lo puedo explicar con precisión. No me molestó, porque finalmente no sabía quién era, pero, ¿por qué? Me quedó la pregunta como si se te saliera un suspiro inconsciente al ver pasar a alguien que querías (ojo, que querías). ¿Por qué hay personas que se toman su vida virtual, y la vida virtual de los demás, tan a la ligera? Como si de repente en la calle alguien que te solía saludar te volteara la cara, te viera en una fiesta y te dijera “lo siento, no te puedo saludar, ya no eres mi amigo”. Lo entiendo de mis ex novias, quienes me han borrado, bloqueado incluso. Lo entiendo porque hubo un acuerdo. No nos vamos a ver, no vamos a saber nada del otro, no nos veremos las caras. Entonces lo haces, la borras, te borra, y listo.

Creo que como decía Thompson, las tecnologías de información están cambiando nuestra forma de socializar, nuestros encuentros cara a cara. Ya no hay explicaciones, ni grandes confrontaciones, ni momentos de desilusión en vivo. No que no existan, ni que dejarán de existir, pero que hay ciertos encuentros, ciertas relaciones, que terminan tan rápido como presionar la tecla de delete.

Últimamente he pensado en que las redes sociales como Facebook deberían mandarte un mensaje cada vez que alguien te borra. Incluso que no te puedan borrar hasta que el otro acepte que están apunto de romper su amistad virtual. Estas tecnologías (o, mejor dicho, estos espacios consecuencia de estas tecnologías de comunicación), nos generan una falsa sensación de poder absoluto: que podemos hacer y deshacer lo que sea, decir lo que se nos pegue la gana a quien queramos, declararle nuestro amor al chico o chica que nos gustaba en la secundaria. Todo sin la responsabilidad de la confrontación real.

Jean Paul Sartre escribió que lo que me reduce ante el otro es su mirada. Ponía el ejemplo de quien ve secretamente por la mirilla del cerrojo de una puerta, y entonces es sorprendido por alguien a su espalda. Que me vean viendo, que revelen mi plan secreto para ver sin ser visto, sin ser precisamente su intención, es cuando el otro me captura. Cuando a las interacciones le quitamos la peculiaridad de la mirada (entendiéndolo más en un sentido figurativo), entonces los dos nos presentamos desarmados, pero, al a vez, llenos del poder de nunca ser percibidos.

Trato que mi vida online y offline sean congruentes, sé que no siempre es posible porque estar montado en el espacio virtual te hace sentir todo poderoso, pero lo intento. Lo juro.

Pensé en poner una lista de las personas que me han borrado, pero no es algo que haría normalmente, así que decidí omitirlo. Aunque una vez, en la preparatoria, me colgué un letrero en el pecho que decía “Odio a” y el nombre de una compañera de clase que me caía bastante mal. Si tuviera Facebook, les aseguro que no estaría en mi lista de amigos. No señora.

Foto: AG.