¿Quién dice que el amor verdadero no existe? Seguramente los que nunca lo han vivido. Los que se levantan en la mañana con un vacío en el estómago que, parece, nada podrá llenarlo. Los que, a lo largo del tiempo, han renunciado a esa idea y prefieren vivir en un constante presente totalmente ajeno a la realidad del amor. O los que no creen en él, así de simple.

Otros, aún, a veces ciegamente, le guardamos un poco de fe. ¿Y quién dice que necesitas toda una vida para encontrarlo, y no media hora de plática en un bar en el centro de El Paso?

Mariana vino por un congreso de literatura. Estudia la maestría en la UNAM, y está haciendo un trabajo de tesis sobre un poeta que, seguramente, le tendré que preguntar el nombre después porque lo he olvidado, quien, me dijo, cuando la conoció, ya ciego y sordo, a los 86 años de edad, la besó en la boca.

Mariana es bonita. ¿Cómo explicas eso? Es de cabello oscuro, con una frente que se arruga cuando se ríe y una voz de chilanga clase mediera que siempre tiene el predicado perfecto para cada situación.

La conocí en un bar en El Paso, después de que ella saliera del cierre del congreso. La invité a bailar, y dijo que sí. Me senté junto a ella y platicamos sobre Juárez, sobre literatura, sobre ella, sobre mí. Se reía mucho, como si todo lo que dijera tuviera esa intención.

Me dijo que la acompañara a fumar afuera. Una vez ahí, le dije que si ahora ella me acompañaba a ver a unos amigos que estaban grabando una película muy cerca de ahí. Se quedó en silencio, totalmente congelada, con su chamarra negra y su boca cerrada, apretando los labios. Le dije que no desconfiara de mí, que tenía que sacudirse eso que en la Ciudad de México es tan normal. Poco a poco me siguió hasta que, una vez en el lugar, se dio cuenta que no había por qué temer.

Le pegué en el brazo y le dije, ves, a veces es bueno confiar en las personas.

Mariana, eventualmente, se alejaría. Tenía su vida lejos, como quien, errantemente, construye castillos de arena. Cuando la abracé para despedirme, me agarró de la mano. ¿Qué era eso? Tal vez nada. Una muestra de esa confianza que unas horas antes le había pedido. Nada más. Me la soltó como quien suelta el amarre de un barco apunto de partir.

Volverá a su vida, con el hombre que me dijo que la esperaba, con el silencio de una ciudad caótica, con la ilusión de otra que nunca conoció pero que escuchó oír mucho, tal vez demasiado.

¿Quién dice que el amor verdadero no existe? Sólo los que se quedan con los brazos cruzados, viendo cómo, despacio, sin prisa, se les van de las manos esos dedos fríos de una chilanga clasemediera que se había enamorado de un poeta que le besó los labios. Así de simple.

Ale.