Leído el 4 de Octubre en la lectura: Por decir algo…

Dedicado a quien, en abreviatura, tiene el nombre de un género musical, y que de haber sabido que volvería, me hubiera reído de mi  soledad.

Sé que voy a quererte sin preguntas, sé que vas a quererme sin respuestas, Mario Benedetti, Bienvenida.

No quiero que tengas una forma, que seas precisamente lo que viene detrás de tu mano, Julio Cortázar, Poema.

Julio y la Osita se han quedado congelados dentro de una fotografía. Él está gris, con la barba crecida; sostiene la mano blanca de ella quien también sostiene una mano oscura de él. Sus ojos están viendo a todos lados menos a donde deberían ver. La cámara los captura en medio de un instante fuera de foco, distraídos, escuchándose con los ojos.

Pero ni él toca su boca, ni ella cierra los ojos para deshacerlo todo y recomenzar. En  las cosas del corazón, ninguno de los dos es un buen planeador. Para eso se necesita otro: un extraño que vuela por encima de sus cabezas, más allá de lo que son capaces de capturar en la foto gris que los encierra para siempre. Julio y la Osita están encarcelado para la eternidad, preguntándose ¿cuánto durará la eternidad, Julio? No durará, contesta él abriendo los ojos, sintiendo la mirada expectante de la Osita, la eternidad no dura, nosotros seremos eternos.

La Osita se detiene en sus ojos, escucha el clic de la cámara y dice: serás tú, Julio, porque yo soy temporal.

Él, Julio, está mirando al suelo, o al closet en la esquina, o la puerta que se abrirá, aunque no mira realmente a ningún lado; ella seguramente le ve el copete, o sus ojos sorprendidos. Le va a decir algo, y él abre los ojos listos para escuchar.

Pero así no comienza. No se puede hablar de una fotografía por el final: los dos vivieron infelices para siempre pensando en que siempre serían felices juntos. Porque las fotografías son coincidencias de lugares y tiempos, coincidencias de personas, de ánimos, de sentimientos, de «buenos días», de «malos días», de «buenas tardes», de «buenas noches», de «cómo amaneció». La gente se acerca a la cámara como si fuera una fogata en el suelo; un accidente automovilístico, una enorme catástrofe.

Para hablar de las fotografías habría que empezar por el principio.

Julio llega a la casa y deja las llaves en la mesa de noche. Ha escuchado en el radio la recomendación de dejar las llaves en la mesa de noche por si ocurre un incendio o un ladrón intenta robar la casa. No ha visto a la Osita que se ha cortado el cabello. Nunca te fijas, le reclama con el tono cansado de jueves en la noche. Pero Julio no la voltea a ver: no es que no me fije en ti, es que no me fijo en nada. Sus ojos se encuentran en medio de una tormenta de zancudos frente al único bombillo de la habitación. Sus ojos no pueden esconder que él está cansado por hacer de su vida siempre detalles que ver. No, piensa ella, no es justo que sea así. No lo es, y él también lo sabe.

Pero no se puede hacer nada, porque las personas deciden estar juntas sin pensar en las diferencias que los separan. Un día están sentados en un gran sillón de cuero negro, y se prometen estar juntos, y él le jura dos niños y ella otros dos. Posan frente a la cámara, guardando fotografías celosamente en los cajones del estudio. Otro día ya están desprovistos de su inocencia y se levantan para desayunar. Después, se sientan a leer, cada quien en su sillón y su libro. Cada uno esperando a que sea primero el otro el que dé vuelta a la página.

Ella no sabía, por ejemplo, que él se despierta en las noches gritando cuando se le duerme el brazo; o que ella debe ser la primera en bañarse, y siempre lo hace hasta medio día. Ella nunca hubiera imaginado que Julio tiene una manía por el fútbol que va más allá de pláticas esporádicas, sino de dar patadas y gritar cuando ve los partidos, que son todos los partidos. Él tampoco se imaginó que ella gusta de guardar el azúcar dentro de cajas de cartón, a las de plástico; que no puede ver a los insectos sufriendo en el suelo, con las viseras cremosas y las patas retorcidas.

Esto es la consecuencia de vivir juntos. Pero aquí tampoco empieza la historia.

Entonces los dos se ven a los ojos, y en medio vuelan ejércitos de zancudos.

Con la mano se quita un montón de la barba. Pega un salto porque le pican las piernas descubiertas. Ella se ríe y brinca junto con él. Se acicalan los cabellos de la cara y la cabeza. Pero te ves bien, mujer, dice Julio con su tono porteño al estilo Carlos Gardel. No te ha gustado, dice ella, recriminando. Pero está demasiado cansado para contestar. Se sienta y cierra los ojos. La deja escudriñando sus cabellos frente al espejo. No te duermas aquí que te van a matar los zancudos. Con un ojo entreabierto desnuda el cuerpo de la Osita. Se lo quiere imaginar desnudo, pero es que el cuerpo siempre está desnudo. He visto el cielo, Osita; lo he tenido en mi cama, y ahora estoy sentado esperando a que Dios termine el infierno para entrar, dice él cerrando los ojos de nuevo.

Pero detengámonos un momento.

La Osita está en una cafetería tomando la última taza de café. Hay un hombre, mucho mayor, que le ha visto. Se acerca sigiloso. Sabe que va por ella.

–Detente, le grita cuando está apunto de llegar, quién es Dios, le pregunta.

–Cómo, dice él.

–Quién es Dios, canalla; responde o gritaré a la policía que ha intentado tocarme, grita ella levantando la cuchara por los aires.

–El creador, dice él nerviosamente. La Osita suelta una risa que le llena la boca.

–Vaya, el creador, y de qué, si se puede saber, dice ella.

–De todo, responde el hombre peinándose las canas de la cabeza, el creador de todas las cosas.

–Por quién me tomas, hijo, le dice, bien podría ser la madre tu madre, se ríe la Osita.

–Perdón, pregunta el hombre.

–Su tatarabuela, por su puesto.

La Osita deja dinero en la mesa y toma el libro que carga siempre bajo el brazo cuando sale. Se tapa la boca por el frío y cruza la calle. El hombre ve con descuido que la mujer de cabello corto ha doblado la esquina.

Doblar la esquina de una cuadra, eso lo haces bien, dice Julio. Tomas la punta primero, luego los extremos, los cuales doblas para adentro, y, entonces, le haces unas alas bastante simpáticas, y ya tienes un bonito avión de papel con esa aburrida esquina. Con la mano captura un zancudo. Espérame en la noche, llegaré tarde, dice él. Está bien, responde, nos vemos en la noche.

Y entonces comienza la historia: pero él está cansado, y ella se cortó el cabello, pero no le pregunta porque sólo está dispuesto a tomar un vaso con leche y dormir.

He visto el cielo, Osita, lo tuve en mi cama, en mis manos: fue como cortar crema con los dedos, como si pudieras casarte con una nube para vivir en él, en el cielo. Bueno, dice ella, pero no vuelvas a llegar tarde.

Tocan la puerta y entra el extraño, el que habla de eternidades, cargado por un hombre a su espalda. No dice nada, se queda calladito en la mesa de la sala. Con su único ojo juega Julio a ser un cíclope. Dentro hay un abismo oscuro protegido por pequeñas láminas de acero. No te quites el suéter, Julio, hace frío. La Osita se saca el cuello de la blusa y se da un retoque en los labios. El hombre que carga al extraño, un tipo que probablemente sea el traductor de sus silencios, lo para frente a ellos. Los dos miran a la cámara, y la Osita le dice: ¿Cuánto durará la eternidad, Julio? El extraño abre su único ojo, como un abismo sobre la tierra. Creo, no estoy muy seguro, dice Julio, abriendo los ojos sorprendido, que la eternidad debe durar una fotografía.